jueves, 20 de octubre de 2011

El tráfico y su puñetera madre II


El conductor del Ford que ha salido a contramano tiene lo menos setecientos años. No ha debido ver la placa de dirección prohibida, pero lo que sí ve con mucha claridad es que hay un sitio para aparcar nada más incorporarse. Un cálculo aproximado de las maniobras que ejecuta antes de dejar paso por la calzada se elevaría a cuarenta o cuarenta y cinco. Y mientras le rebaso, sigue cuadrando el coche en el hueco. No sé si el abuelo llegará a dormir a casa o hará noche maniobrando. El caso es que me he dejado otros veinte minutos.

Cincuenta metros más adelante el único carril está ocupado por una furgoneta de reparto de “El Borde Inglés”. Dos operarios ataviados con sendos monos aporrean los porteros automáticos del portal situado enfrente. El que ha hecho el pedido es sordo o está muerto, me malicio. Unos diez minutos después abren la puerta. Muerto no debe estar el cliente, pienso. Los operarios la calzan y se dirigen a la trasera del furgón. Como son harto diligentes, han trabado mal la puerta, que se empieza a cerrar como a cámara lenta. Les grito que se les cierra la puerta y me contestan con un despectivo:

- ¡Que estamos trabajando, impaciente!

Se han debido pensar que les recriminaba por cortar la calle. Son dos armarios roperos con maletero arriba, por lo que opto por callarme. La puerta se les cierra, algo que significa otros diez minutos de repetición del ritual con el sordo. Las tareas de descarga y traslado del pedido conllevan otros veinte minutos, que luego oigo yo hablar mal de los funcionarios, pero me juego corderos contra pajaritos que esos dos cobran por horas, no por pedidos entregados. Son las doce y veinte, he salido de mi casa a las nueve menos diez y habré recorrido en total unos quinientos metros. Reconozco que se me está poniendo una mala leche apocalíptica.

Cien metros más allá, un Renault con los warnings funcionando. Un cuarentón me hace gestos con la mano.

- Si puede esperar un momento, que tengo que recoger a mi madre…

La educación me puede.

- ¡Cómo no, hombre!

Desaparece por un portal y reaparece unos quince minutos después con su señora madre. Su señora madre lo tuvo ya de mayor, porque tiene más años que la Cuesta de la Vega. Se desplaza que parece el maestro Yoda con ciática, a cámara lenta y con escoceduras. Del portal al coche, diez minutos. Sentarla en asiento trasero, otros diez. Colocarla el cinturón de seguridad, otros tantos. Y encima no para de protestar por todo.

Son las doce de la mañana y no he salido de mi barrio. “No te desesperes”, me digo. Arranco de nuevo. La aguja de la temperatura del cuadro ha dado ya dos veces la vuelta al marcador. Y yo estoy más caliente que el coche.

De repente, un ciclista con su respectiva bicicleta salta desde la acera a la calzada, apenas un metro por delante del parachoques de mi coche. Del frenazo se me salta el puente de la muela de abajo. Salvo para arrojarse al asfalto, parece que no le quedan fuerzas para nada. Pedalea como si estuviese subiendo las rampas más duras del Angliru, pero en llano. Habrá momentos en que llegue a superar los tres kilómetros por hora. Le adelantan por la acera jóvenes madres con sus vástagos en el carro y provectas ancianas con andador. Así más de quinientos metros. Se me pasa por la cabeza asesinarle lo menos diez veces en los veinte minutos que me lleva a rueda.

Como si se hubiesen puesto de acuerdo, es relevado por dos adolescentes patinadores. Estos no sólo van pisando huevos; además hacen cabriolas y figuritas de ballet. Otros quinientos metros detrás de los virtuosos del patín. Me tiemblan las manos y me sale por la boca una espuma espesa que me resbala por las comisuras de los labios. Son las dos menos cuarto.

Al llegar a la plaza tengo la sensación de terminar la ascensión al Everest sin oxígeno y fumándome un Farias. Me invade la alegría. Me río nervioso. El tic del cuello ya no se repite sino intermitentemente.

Saltándose con torería el “Ceda el paso”, un autobús de Transporte Escolar me obliga al enésimo frenazo y se queda atravesado sin dejarme acceder a la glorieta. Entre estertores, aún alcanzo a reflexionar sobre lo pesadas que son las madres recibiendo a los niños que vuelven del colegio, que parece que vuelven de Afganistán. Las rodillas me golpean una contra otra y me he hecho sangre de morderme la lengua. Consigo bajarme del coche. Son las dos y diez de la tarde.

Suena el móvil. Mi mujer.

- ¡Venga, Dio, que te estamos esperando para comer, que llevas toda la mañana para comprar una caja de leche, pesado!

Se me nubla la vista y sólo percibo un torbellino de formas y colores. En ese mismo instante, el ciclista de antes, que iba mirando las piernas de una dependienta de la droguería que salía a tirar unos cartones al contenedor, impacta contra mí.

Ya en Comisaría, el Policía Municipal, muy majo, me consolaba mientras acababan los trámites. 

- Hombre, un mal día lo tiene cualquiera, pero pegarle fuego al coche, aplastar con un mazo el móvil y hacerle tragar a un ciclista el bombín de hinchar las ruedas tampoco se puede hacer… Compréndalo.

3 comentarios:

  1. Ya querría ver yo al bueno de Job hoy en día al volante, a ver si se seguía manteniendo el refrán.

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  2. Mucha paciencia tiene el Dio, yo habría terminado antes en comisaría. Quién no se imagina reaccionando como Michael Douglas en la película de "Un día de Furia" en una situación así?
    J.L

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