martes, 25 de octubre de 2011

En el Museo.

Este sábado por la tarde estuve con mi mujer y los niños en el Museo Nacional de Antropología. Es un Museo razonablemente pequeño, pero muy coqueto, muy bien estructurado y lleno de curiosidades. Si tengo tiempo, un día escribiré una de esas aventuras de Diógenes en las que al hombre le pasa de todo en un sitio como este. Pero hoy quiero hablar de otra cosa.

Hacía buen tiempo, de ese que invita a salir a la calle. El Museo está en la esquina de Alfonso XII con Atocha, o sea, imposible que esté mejor comunicado. Recoge colecciones esencialmente de lo que fueron las colonias españolas, con una representación notable de Filipinas, Guinea Ecuatorial y, por supuesto, de América. El precio de la entrada es…cero. Es gratuito los sábados y los domingos.

De los tres millones y medio de habitantes de esta ciudad, los seis de la Comunidad y los turistas que pudiéramos añadirle, en las dependencias del Museo había, contando celadores y vigilantes de seguridad, que ya sumaban seis o siete, unas quince personas, tres de ellos niños (dos de los cuales eran, en régimen de gananciales, de mi mujer y míos).

Se nos llena la boca de hablar de las ineficiencias de la Administración, de las torpezas o las tropelías de los políticos, de las avaricias de los gestores financieros…y, seguramente, con razón. Pero el juicio que nos merecemos como individuos lo dejamos en el tintero, que es muy incómodo  eso de reconocernos como causantes de nada de lo malo que pueda pasarnos. Nuestros errores pasan a ser imputables a otros siempre y sin que se nos ponga la cara colorada. Si el suelo está sucio no es porque nosotros ensuciemos, es porque no limpian. Si no se respetan las normas no es porque nosotros las ignoremos, es porque las autoridades no nos vigilan. Si entramos en bancarrota no es porque hayamos gestionado mal nuestros recursos, es porque no nos lo han impedido. Así, hasta el infinito.

La educación de nuestros hijos ha pasado a ser responsabilidad de los profesores. Mi padre, un trabajador no cualificado que sabe leer, escribir y las cuatro reglas, y poco más, me compró de pequeño muchos libros en la Cuesta de Moyano y me llevó de pequeño a muchas ciudades y a muchos museos, y, que lo cortés no quita lo valiente, también al fútbol y al Rastro a cambiar cromos.

Es posible que seamos una generación perdida para el progreso de este país. Pero, por favor, tenemos que hacer un esfuerzo para que nuestros hijos no lo sean. Si queremos compararnos con los niveles de vida de los países del norte de Europa, tenemos la obligación inexcusable de inculcarles el civismo y de despertar su interés por la cultura. Y eso se hace, sobre todo, con el ejemplo.

Me queda un recuerdo maravilloso de ver a mis hijos absortos contemplando las vestiduras de un jefe indio y un recuerdo triste de verles solos, caminando por una inmensa sala que debería haber estado llena de niños.

Lo dicho. Otro día meto a Diógenes a pasarlas canutas en uno de estos sitios. Hoy no me apetece hacer bromas, después de lo visto.

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