Se llamaba Santiago, aunque yo siempre le llamaba Santi. Y le llamaba Santi porque lo primero que aprendí de él es a hacer mi santa voluntad. Era terco como una mula y de convicciones inamovibles, poco dado a dejarse aconsejar y muy orgulloso. Era mí tío sin ser mi tío y siempre le he hecho un regalo por el Día del Padre. Ya sé que todo parece contradictorio, pero las cosas son como son.
Y dicho esto, que es verdad, me quería. Me quería mucho. Tanto como yo a él, por lo menos. Me quería porque me había enseñado a leer, había estrenado conmigo en un viaje apasionante a Aranjuez aquel Seat 124 Sport y yo le había recitado alguna poesía. Estábamos abocados a chocar, como dos locomotoras que circulan por la misma vía en direcciones opuestas, porque a él ya le he descrito y de mí puedo decir que soy terco como una mula, de convicciones inamovibles, poco dado a dejarme aconsejar y muy orgulloso.
Me deja una herencia enorme: la pasión por la lectura, la devoción por Frank Sinatra, Tom Jones, el violinista en el tejado, Louis Amstrong cantando “Hello Dolly” y los villancicos de Bing Crosby, una colección extensa de novelas de Julio Verne y Grandes Clásicos Juveniles, cientos de fotos escritas por detrás con las que puedo documentar mi infancia y en las que, casi siempre, me llama Luisito, la afición por la Historia , sobre todo de España, el gusto por el cine a base de películas de Walt Disney en el cine Imperial…Y una filosofía de vida en la que una caña de cerveza bien fría resulta imprescindible para que un momento sea redondo.
Nunca tuvo en cuenta las opiniones de los demás y siempre le vi hacer lo que le daba la real gana. Tenía desparpajo a espuertas y poca vergüenza. Le gustaba viajar y comer bien, y una onzita de chocolate mientras miraba la tele. Me malcrió como malcrió a Robi, nuestra perrita, que acabo por convertirse en tan sibarita como él. Fue excesivo en todo y equilibrado en todo. No sé como lo hacía: tenía la fuerza de voluntad necesaria para desayunar una manzana y hacer gimnasia por la mañana y la inconsciencia de ponerse morado de dulce nada más cenar. O sí se como lo hacía: lo hacía porque le salía de las narices, y ya está.
Se acordaba de su madre en estos últimos tiempos y le pedía a Dios que le llevase con ella. Otra paradoja más, porque su madre no era su madre. De corazón le deseo que esté con ella en un sitio mejor, aunque a Doña Pilar no le arriendo la ganancia. Me apuesto lo que quiera a que allí, en el cielo, va a seguir haciendo lo que le apetezca.
No sé lo que tardaremos en volver a vernos, pero cuando llegue ese momento te diré lo mismo que te he dicho un poco antes de que te fueras: “Un beso, Santi”.
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