“Aunque esté más
oscuro, yo te aseguro que de noche es mejor. Pues tocando las formas, se
olvidan las normas y se enciende el valor”. Es el estribillo de una canción
que escuché a los dieciocho años y que desde entonces como mi pluma, me
acompaña allá adónde voy. La oí en la radio por causalidad a altas horas de la
madrugada. A esa edad mi cuerpo obedecía a las exigencias diurnas. De día vivía
calada por un incesante aguacero de problemas para el que no tenía impermeable
y por la noche empapada sólo buscaba el cálido sueño. Mi compañera de
habitación era todo lo contrario el crepúsculo la engullía. Una tarde mi amiga
decidió que esa noche yo compartiría su insomnio y me puso la radio. Ahí estaba
él, Carlos, el locutor. Su voz desde el primer susurro cubrió mi mente con
hilos de fantasía y me lanzó directa al planeta de los soñadores.
Carlos
me presentó como buen celestino a mi primera amante. La noche. Al ocaso me
entregué en cuerpo y alma. En sus sombras perdí la virginidad. La noche
desgarró el himen de mi rutina y suavizó la dureza reflejada en mi rostro por
el peso de las preocupaciones. Desde entonces he buscado su invisibilidad en
diferentes épocas de mi vida para liberar mis temores, mis deseos más íntimos y
para hundir en la oscuridad de sus ojos mi vergüenza. Con ella he amado. Ha
sido mi trío perfecto. La noche, mi bajo y yo. En la claridad del día he
intentado reemplazarla con otros amantes disfrazados de noche. Cuartos oscuros,
ropa negra, cines lúgubres de barrio. Pero nada ha podido suplantarla. Ella es
la única que me calma.
Ahora
que tengo esa edad a la que puedo mirar a la muerte a los ojos porque ya no
me intimida sé que quiero disfrutar aún
más de ella. Quizás lo deje todo y persiga la noche hasta su guarida, ese sito
en el que la noche nunca se apaga. El círculo polar ártico. Para que en esa
negrura invernal se revele el negativo de mi persona.
Avería
La noche es una amante fiel, también la soledad, pese a que cada una ama a muchos a la vez.
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