Mientras el señor F observaba la palanca
empotrada en la pared, roja y tentadora, del sistema de alarma contra incendio
que instruía a los usuarios de la biblioteca, en alemán y mandarín, sobre cómo
operarla en caso de emergencia, pensó –ahora tenía la palanca en la mano- que
si en ese instante sufría el infarto cuya inminencia venía previendo de unos
días hacia acá, lo más seguro era que caería con la palanca en la mano,
apretada en el último estertor, con el último aliento, lo cual desataría un
operativo descomunal tendiente a proteger los cientos de miles de volúmenes de
la biblioteca. Algunos de los usuarios presentes morirían víctimas del
operativo, lo cual carecía de importancia frente a la posibilidad de algún
libro quemado.
Entonces decidió masticar la pastilla
que su cardiólogo le había recetado.
Tan pronto terminó de deglutir el
medicamento, miró en derredor y esperó el momento en que alguno de los
presentes se le acercara para agradecer su gesto bondadoso, pero nadie se fijó
en él: las lecturas, los lectores, los libros, las revistas, los pasos tímidos
sobre el mármol de la sabiduría, siguieron su curso indiferente. Nada.
En la normalidad siguiente se ve al señor
F dirigirse a los sanitarios dispuesto a vomitar la pastilla.
Amílcar
Bernal Calderón
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