Sonó el timbre del portero automático y, aquellos petardos a los que no veíamos desde el día de nuestra boda, nos contaron que habían llegado esa misma tarde a Madrid para verse las caras con nosotros y con nuestra nueva casa. Estaban impacientes por abrazar, después de tanto tiempo, nuestros felices cuerpos de recién casados y darse un atracón de satisfacción contemplando las lamparillas con las que nos habían agasajado el mismo día del enlace.
Cuando colgué el telefonillo, (en mi casa todos empezábamos a ser diminutivos), me tropecé con la fracción de segundo que necesitaba para recoger los trozos de una tarde rota que seguramente no tenía arreglo posible.
Para nuestra fortuna, vivíamos en el último piso, de lo que en ese momento, se había convertido en una estación sin salida y le pedí a Marta que colaborara con la destrucción.
Con los ojos dislocados por el miedo a ser descubiertos, tiramos al suelo todo lo que encontramos a nuestro paso a toda máquina hasta el dormitorio.
Cuando llegamos a nuestra parada, guardamos bajo las ruedas del tren en el que dormíamos las lámparas de noche, que en nuestro caso, eran las mismas que utilizábamos durante el día. Volcamos nuestros contenidos cajones sobre la cama. Descolgamos perchas en grupos irregulares de familias numerosas, desparramando por el suelo, hijos, padres, madres y algún que otro abuelo, que guardaban silencio mientras les pateábamos con nuestra desvariada violencia.
Con la certeza de que el tesoro que los viajeros estaban buscando se encontraba bajo estricta vigilancia y nunca podría escapar el tiempo suficiente para delatar nuestra estúpida hipocresía, recuperamos nuestras posiciones frente al ascensor y antes de que lo abandonaran del todo y para siempre, golpeamos el aire con las manos llenas de excitación para recrear la más auténtica desesperación que el mundo jamás haya conocido.
Hasta la hora de la despedida, repasamos una y otra vez lo impresionados que nos encontrábamos por los acontecimientos del día en el que llegamos a casa cinco minutos antes de la inesperada visita de unos muy buenos amigos nuestros, para comprobar estupefactos que nos habían entrado a robar mientras paseábamos por el barrio y que los objetos sustraídos eran innumerables y de un incalculable valor sentimental, como las maravillosas lamparillas con las que, casualmente, aquellos mismos amigos habían honrado nuestro hogar.
Publicado por Alicia.
¡ Qué truco más bueno para deshacerse de ciertos regalos !
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