Le pedí que me amara como si no hubiese un mañana. Apenas hacía tres semanas que nos conocíamos y no podíamos encomendarnos a planes de futuro, como solemos hacer los humanos en cuanto tenemos la oportunidad. No nos quedaba más remedio que entregarnos al arrebato, a la emoción de tocar una piel desconocida. ¿Qué sabíamos de nuestras vidas, salvo que pertenecían a otras personas? Estoy seguro de que ella no me buscó, de que tenía otros asuntos más importantes de los que ocuparse que complicarse la existencia estrechándome en sus brazos. Yo tampoco lo pretendí, pero la necesidad de beber amor nuevo fue más fuerte y nos vimos envueltos en un juego de miradas y palabras que sonaban como magia, y que nos dejaron como los únicos que bailaban sobre la pista, aislados del mundo.
No quería pensar en otra cosa que en apurar los pocos minutos que tuviese a su lado, sabiendo que cada abrazo podía ser el último. Nos hallábamos en un viaje que sólo tenía billete de ida, y tratábamos de prolongarlo todo lo que fuera posible, antes de que nuestros caminos nos separasen. Aun presintiendo el oscuro destino que nos aguardaba, sólo quería escuchar aquella voz diciéndome cuánto me quería, cuánto deseaba estar junto a mí. La alegría y la pena se confundían, como el cielo y la tierra en un día lluvioso, y el placer de sentir cómo sus labios me recorrían ocupaba mi cabeza sin pensar en el mañana, aquel mañana que no existía.
Flax Gordo
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