Silencio. Sordera obligada. Ceguera reiterada. Zumbidos malsonantes de
una melancolía desapercibida; para todos, no para mí. Nada es igual. Un año,
cuatro meses, una semana y dos días. Suficiente para echar por la borda el
crecimiento de cualquier ilusión.
Silencio. Noche. Pensar. Añorar. Olvidar. Olvidado. Lloro. Cierro los
ojos, incapaz de soportar, ni un instante más, tanta sonrisa ajena. Angustia.
Opresión. Realidad. Más pensar. Perdido. Ahogado. Tropezando en una maraña de
ideas que se agolpan literalmente en la parte más alta de mi cuerpo. Roza.
Piel. Mano. Mirada encontrada. Contigo. Tú.
Y mientras el agua humeante calienta mi piel, alzo la barbilla con los
ojos cerrados, esperando que un Ser Superior oiga mi vocecilla interior que
grita auxilio para conseguir la paz que tanto le falta.
Ya no sé si busco persona, animal o cosa. Lo abstracto de mi
sentimiento se ha convertido en asiduo a mi lado. Una maldita sombra que veo al
mirar por el rabillo del ojo a cada paso que doy, en cada esquina que doblo.
Sin embargo, soy solo yo. Quizás sea eso lo que más me asusta. La delgada línea
que marca la distancia entre la cordura y la incomprensión. Pensar de forma
idéntica a la mayoría nunca se me dio bien. Por suerte eso es algo que solo mi
conciencia sabe.
Y así fue cómo decidí escribir.
Ni las subidas ni las bajadas se me dieron nunca bien. Decidí tomarme
la vida de forma horizontal. Con letras de por medio. Que solo caminan hacia
delante, que es donde todos deberíamos ir. Sin arrepentimientos ni vergüenzas.
Sin tachaduras ni borrones. Solo hacia delante, pero esta vez, levantando la
barbilla con los ojos abiertos y hablando de cualquier cosa. Porque aquí todo
vale. Porque hoy nace otra ilusión.
Marta
Martín Morales
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