viernes, 15 de julio de 2011

Relato negro como un grillo.

REEDICIÓN. Publicado originalmente el 10/02/2011

Los movimientos son importantes, abajo, arriba… y vuelta a repetir. Después hay que cambiar, izquierda, derecha y así unas cuantas repeticiones más antes de una nueva vuelta para comenzar otra vez más.

La higiene bucal, dichosas obligaciones nocturnas antes de ir rápidamente a dormir después de jugar un rato con el chorro y describir bucles, círculos o un potente disparo al centro del desagüe de la “taza”… ¡curioso nombre para descargar los restos digeridos desde su prima hermana!!

Limpio y vacío, alegre por la felicidad prometida en los sueños esperados sólo queda gritar…¡mentalmente, … no son horas de despertar a los vecinos!!!... ¡A LA CAMITA!!!

Ese cálido recibimiento de todas, o casi todas, las noches, de un colchón. Meterse entre unas suaves, cálidas sábanas y si el tiempo lo precisa, manta o edredón, pero que no pese, que no agobie. ¡maravilla!!, promesa de una felicidad egoísta, solamente mía.

Estoy ya en duermevela antes de estirarme y retorcerme para que esas sábanas me acaricien, acurrucando la almohada mi cabeza, cuando me parece escuchar la puerta.

No puede ser!, pongo toda la atención para intentar descubrir que ha sido una mala pasada de mi cerebro, intento poner todos mis sentidos a trabajar… incluso olfateo el ambiente para captar aromas desconocidos, intento mover mis orejas para orientarlas hacia cualquier vibración en la oscuridad y abro lo ojos como si fueran de gato para descubrir la mínima variación que pueda haber en la negrura.

No consigo captar ninguna sensación, imagino que ha sido todo una mala pasada de algún ruido habitual en la vida de la casa: un chirriar de tuberías, algún erupto de los radiadores, un crujir de alguna madera, la dilatación o contracción de una baldosa, incluso el bostezo de la casa.

Nada de eso calma mi inquietud y lo mejor es dar luz a la oscuridad, busco a tientas el interruptor, siempre ha estado en el mismo sitio y esta vez parece que intenta escabullirse entre mis dedos, afortunadamente…¡el destino!, no consigo encender la luz antes de escuchar claramente unos pasos.

Esta vez no hay duda, no vale imaginar escusas, son pasos. Hay alguien!!. Instintivamente me momifico dentro de esas sábanas que ahora hacen de escudo salvavidas, realmente están andando en la casa, no hay equivocación ninguna.

Por el ritmo de mi corazón y la adrenalina que noto correr por las venas, algo está pasando. No consigo pensar en nada más que en intentar descubrir los siguientes movimientos de una sombra que no consigo vislumbrar en la penumbra pero escucho oír perfectamente.

Calma, sobre todo, calma.
No hace mucho escuche a mi vecino, policía, decir que estamos llegando a “niveles intolerables de inseguridad” ya que se estaban asaltando viviendas constantemente, incluso que algunas veces la violencia que utilizaban los criminales era “desmesurada”.

Opte por intentar hacerme invisible, sin conseguirlo, aunque no pude comprobarlo al no tener ni espejo ni luz cercana que me lo confirmase. Mi mente bullía y la siguiente opción fue congelarme, esta vez si lo conseguí, lo notaba en las puntas de mis dedos y en la gota fría que corría por toda mi columna vertebral, pasaría fácilmente cualquier termografía que la CIA hiciese en busca de terroristas musulmanes en mi habitación.

Los pasos continuaban deambulando por la estancia y con el ajetreo mental del momento no conseguía ubicar correctamente al dueño de esos pasos en el recuerdo que tenía del lugar con iluminación de día, dichosa noche cuanto tardaba en terminar.

Habían pasado horas para mi angustia aunque conseguí vislumbrar los puntitos fluorescentes del despertador y simplemente habían pasado veintitrés minutos desde que me zambullí en mi mar de felicidad y calculo que quince desde que un tsunami anegó toda la falsa seguridad que intuía.

Los pasos continúan, se acercan, me petrifico para intentar pasar desapercibido. El vecino, policía, comentó que lo mejor es no oponer resistencia, dejar hacer sin rechistar para intentar salir lo menos “dañado” posible. El físico quizás, pero lo que era el ánimo, el “alma”, me lo estaban destrozando esos pasos.

Intenté no moverme, ni siquiera respirar, notaba su presencia a centímetros de mi cara para después alejarse nuevamente y comenzar a abrir los cajones del armario, ¡Pero si aquí no hay nada, qué busca!!, estúpida idea que rápidamente borre, era ridículo que alguien que no fuera yo supiera si había o no algo de valor en esos cajones, algo de valor que era lo que el vecino, policía, comentó que buscaban los criminales.

Fue un cerrar y abrir cajones, más pasos… y nada más, continué con todos los sentidos alerta, incluidos los supuestos para intentar detectar presencias físicas en la estancia sin conseguirlo.

La lucha contra el cansancio y los párpados que pesaban toneladas fue titánica, pero finalmente perdí, me di cuenta cuando sintiendo el amanecer en los párpados supe que había sucumbido al cansancio y al sueño. El sobresalto fue grande sabiendo que el dueño de los pasos podría continuar por allí, intenté localizarle con los poderes supuestos de mis sentidos sin conseguirlo una vez más.

Afortunadamente en estos momentos mis ojos conseguían detectar claramente lo que no habían conseguido durante la intrusión de esos pasos en la noche.

Todo tranquilo, todo normal a simple vista, no conseguía averiguar que había sucedido, no estaba acuchillado por el malvado, las cosas y cajones seguían en el mismo lugar que recordaba, empecé a dudar de lo sucedido durante esa noche hasta que todo se aclaró cuando mamá dijo a gritos desde la cocina: ¡ANOCHE TE GUARDÉ LOS CALCETINES Y CALZONCILLOS… YA QUE SE TE OLVIDÓ HACERLO ANTES DE DORMIR!!!!


Publicado por Felipe

jueves, 14 de julio de 2011

Perros y coches

REEDICIÓN. Publicado originalmente el 06/02/2011

Me comenta un amigo que, según parece, si la policía te sorprende circulando con tu perro suelto por el interior del habitáculo del coche, te multa con 600 euros y te retira seis puntos del carnet. Y no me parece mal, si el animal va sin cinturón, por el peligro que eso representa para su seguridad, pero lo de que no pueda ir en la zona reservada a pasajeros... Es el momento de romper una lanza a favor del canis vulgaris. Supongamos que yo tengo que viajar de Madrid a Cádiz, y sustituyo a los ocupantes habituales por perros con el cinturón puesto. Ello me reportaría las siguientes ventajas:

- Los tiempos de conducción los decido yo: nunca he visto a un perro repetir cada seis kilómetros "Papá me hago pis". El perro mea cuando le bajas del coche y punto.
- No dan conversación. Sacan al lengua y jadean, pero no te ponen la cabeza loca con debates estériles sobre si el niño debe hacer la comunión vestido de almirante de la VI Flota o de San Cucufato de Lombardía, como el abuelo, ni con las enésimas evoluciones del pokemon, que culminan en que un gorrión acabe convertido en un Godzilla plumífero, todo ello mientras tú tratas de averiguar si esa porquería de carretera secundaria lleva a Cádiz o a Sebastopol.
- Ningún perro aporta criterios de selección musical. Tú puedes llevar al perro hasta las Chimbambas Inferiores escuchando a los AC/DC sin manifestación alguna en contra.
- Del mismo modo, jamás manipulan el dial de la radio. Pones la Cope, y al perro le va bien. Pones la Ser, y tres cuartos de lo mismo. Les da igual Federico Jiménez Losantos que Carlos Carnicero, lo que demuestra un grado de inteligencia muy superior al de los humanos.
- De ninguna forma organizarían un motín en la parte trasera, con la excusa de imponer sus gustos cinematográficos en la elección del maldito DVD. A los perros les puedes enchufar "Resident Evil"  o la última de Nacho Vidal, que ellos siguen impasibles. Y ojo que a mí cualquiera de las dos me da miedo. Y la segunda, además, envidia.
- Si se duermen, no roncan.
- No dan indicaciones de dirección, basadas en borrosas intuiciones. Si les pasas un mapa, no localizan nada, igual que los copilotos humanos, pero te ahorras la incomodidad del despliegue y repliegue del mismo, la manipulación torpe del GPS ( que a partir de ese momento te repite durante tres horas que vuelas a una altitud de 6000 pies, que busques una pista de aterrizaje cuanto antes y que realices la maniobra de aproximación al aeropuerto a menos de 80 kilómetros por hora, al existir un radar fijo en ese punto, todo ello con esa voz imitación Bela Lugosi acatarrado ) y las invectivas sobre tu nulo sentido de la orientación y tu falta de capacidad para elegir la cartografía.
- Preguntas como "¿ Cuándo llegamos ?" o " ¿ Cuánto queda ?" desaparecen del folklore viajero.
- Nunca contribuyen con sugerencias sobre el bar de carretera donde comer ( ese en el que hay muchos camiones, lo que significa que está lleno de camioneros comiendo y no hay mesas ) ni de en que estación de servicio repostar ( que le han dicho que los baños están impolutos, aunque luego resulten tener el suelo como el pantano de San Juan y los sanitarios menos sanitarios del hemisferio occidental ). Añadido que no compran Miguelitos de la Roda ni queso de la tierra a precios de boutique de lujo del Sultanato de Brunei.
- Jamás se acuerdan de haber olvidado nada en el bar en que tomamos café al salir de Madrid, durante el descenso del Puerto de Despeñaperros, momento en el que las ganas de despeñar del conductor no se dirigen precisamente a los cánidos.
- Permanecen impávidos mientras insultas al dominguero del R-6 que se ha incorporado sin mirar a la autovía, y te evitas incómodas explicaciones sobre lo que significa "bastardo" y sobre como podrías defecarte en la calavera del conductor del vehículo en cuestión.
- Y, por último, pero no menos importante, nunca dejan resbalar sobre tí una mirada inquisidora si te hurgas las fosas nasales.

Seguro que hay muchos más argumentos, pero estos, a mí, me parecen más que suficientes. Instemos a la DGT a cambiar esa norma injusta y vivamos más felices.

Buenas noches, y que la suerte os acompañe.

Diógenes.

miércoles, 13 de julio de 2011

Besos, besos...esos.

REEDICIÓN. Publicado originalmente el 05/02/2011
 
Ayer caminé un rato antes de coger el autobús y volver a casa. Iba en mis tribulaciones cotidianas, andando encorvado, pensando en nada y en todo, cuando casi me choco con ellos. Dos adolescentes unidos por la boca, como siameses orales, marcando el paso con los pies para avanzar simultáneamente sin dejar de acariciar labio con labio.

Les sorteé en el último momento y no pude evitar sonreir. Ellos ni siquiera repararon en mí, aunque la chica parecía adelantar algo la mirada, en un ejercicio de contorsión ocular, como si se atribuyese el timón de esa nave de amor. Él llevaba los ojos cerrados y seguro que paladeaba como un sumiller.

Me vino a la cabeza el recuerdo de los primeros amores, de los primeros besos, de las primeras novias. Esos besos interminables, que no se rompían por el movimiento, que duraban la eternidad que media entre la boca del metro y la esquina de su calle ( donde había que interrumpir el contacto ante la eventualidad de un padre o un hermano mayor ). Besos constantes, tibios, húmedos, tan limpios que pensábamos que eran pecado, tan largos que toda la vida cabía en uno.

No le dí más vueltas. Al llegar a casa le dí un beso a mi chica. Y sin despertarla. Fugaz. Pero es la entrada del que le daré mañana. Porque lo malo de la madurez es que hasta para besar tienes que meterte en plazos. Eso sí, como se deje, amortizo la deuda de un golpe. Y no os lo voy a contar.

Buen día, y besad, besad, malditos.

martes, 12 de julio de 2011

La compra.

REEDICIÓN. Publicado originalmente el 04/02/2011

Vengo del supermercado de mi barrio, donde he vuelto a enfrentarme a mis peores fantasmas.Es terrible. Lo cuento.

Nada más entrar ya me han descubierto... Están ahí, con aire indolente, con la mirada vagando por las estanterías, moviéndose por los pasillos con pasmosa lentitud, como si fuesen inofensivos, como los cocodrilos que se dejan llevar por la corriente como si fuesen troncos flotantes. Esos abrigos de paño, esos pañuelos al cuello, esos chandals combinados con zapato de cordones. Sí, amigos, sí. Son ellos, son los jubilados maleducados. Los mismos que se camuflan en la marquesina del autobús, en el andén del metro, en la taquilla del cine. Y han vuelto como el Coronel Kurtz, para hacerme sentir el horror.

Trato de pasar desapercibido. Y ellos hacen lo mismo. Porque entre dos abuelas uniformadas de abuela en traje de campaña no hay manera de descubrir a la maleducada antes de que se manifieste, o entre dos cincuentones prejubilados no hay forma de detectar al grosero solo por sus movimientos. Me acerco a un expositor. Estoy buscando loncheado de pavo bajo en grasa y sin conservantes ni gluten, y enriquecido con siete cereales y tofu nepalí desnatado. Necesito poner toda mi atención en las ininteligibles etiquetas, y ellos lo saben. Cuando más absorto estoy, soy atropellado por un carro descontrolado, lastrado por botellas de gaseosa, patatas en envase de cinco kilos y latas de bonito "king size" ( al objeto de aumentar su capacidad destructiva ), que hunde sus afiladas aristas en la carne fofa de mis pantorrillas. Me giro asustado, y ella cambia de dirección, como si no hubira percibido el encontronazo. Me pongo nervioso. Agarro el primer blister ( que luego resultó ser pollo trufado con alcaparras y ajetes tiernos, origen Perú, y que no nos gusta a ninguno en casa, incluido el hamster que vomitó apenas olerlo ). Me agacho para ponerlo en la cesta y se me sube a la chepa, literalmente, un ex-cajero del Banco de Santander, a cuya prejubilación contribuyo religiosamente todos los meses. Tras pisotearme las vertebras lumbares, dorsales y cervicales, me conmina a quitarme de en medio, que tiene prisa. Huyo de la zona de embutidos.

Me aproximo a los lácteos y diviso el último yogur de soja natural andorrana, con bífidus salvaje del Caribe e "inmunitas casei diarreaus promoveitor", imprescindible para el tránsito intestinal inmediato y para el tratamiento sintomático de las hemorroides embravecidas. Me lanzo. Pero resulta un sprint muy corto. La jubilada, como míticos defensas del Sevilla F.C., me ha buscado la rodilla con la cesta, y por detrás, en plancha. Caígo agarrándome la dolorida articulación mientras la veo sonreir al apoderarse del yogur. Maldigo por lo bajo.

Y llego a la caja. La bombilla de la canasta este del Boston Garden, en el séptimo partido de una final contra los Pistons, con empate a 103 y tres segundos en el reloj, es un balneario comparado con esto. Sufro un doble bloqueo, recibo un fuerte golpe en la nariz con el hombro de una anciana de unos 120 kilos y reclamo airadamente a la cajera, que hace un gesto inequívoco de " yo no he visto nada". Cometo el error de seguir protestando, y el codazo me llega nítido al bazo, y me corta la respiración. La más bajita manda jugada levantando dos dedos, y el del pantalón de tergal con zapatillas de estar en casa ya me está agarrando de la camiseta. Pugno por desasirme, pero se las sabe todas... y me baja los pantalones. Enredado en las perneras, pierdo el equilibrio y la de la bata de guata me remata con un rodillazo en la sien. Entre tinieblas, me parece escuchar "estos jóvenes, que no respetan nada".

Me ha sacado del super el gabonés que vende "La Farola" en la puerta. Supongo que es solidaridad entre desfavorecidos. Y debía dar tanta pena, que ha sido él el que me ha dado una propina.

Una abuela educada y un jubilado decente me han acompañado a casa. También hay buena gente entre ellos. Pero deben vivir aterrados, como yo.

Buen día y buena suerte.

Diógenes.

lunes, 11 de julio de 2011

La gente a la que quieres.

REEDICIÓN. Publicado originalmente el 28/01/2011
 
Siendo Diógenes, me reconozco como cínico. Mi razón, ya lo he dicho mil veces, se empeña en recordarme que soy un mono que se ha bajado de un árbol, se ha puesto corbata y trata de dismular, pero al que dominan sus instintos primarios y que recorre la misma senda que el resto de seres vivos, con toda la pena y sin ninguna gloria.

Pero el maldito corazón es testarudo. Ya sé que los sentimientos no son sino cócteles de hormonas, endorfinas, serotoninas y otras zarandajas químicas de parecido jaez. Pero lo que producen es real ( o al menos tan real como las paranoias del coma inducido, pero con carácter de continuidad en el tiempo).

No me apetece hablar del motivo. Pero sí de las sensaciones. Ayer, dies nefastus, abracé a un montón de personas a las que quiero. Y en cada abrazo había dolor, mucho dolor, pero había también mucho cariño. Eramos naúfragos y tablas de salvación al mismo tiempo, y nos estrechábamos para dar y recibir consuelo simultáneamente. Se sufre por la pérdida, pero se sufre más por la pena del que se queda. La cercanía de los cuerpos era la cercanía de las almas, como sí al contacto la energía se trasvasase y al multiplicar el dolor por el dolor, como al multiplicar menos por menos, el resultado fuese positivo.

Imagino que ella habría llegado a esta conclusión mucho antes que yo, porque era mucho más inteligente. Y a lo mejor, la idea de que al marcharse generaría un cataclismo de energía la acompañó en algún momento. Debe ser que tenía razón el de los pelos de loco: la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma. Así que, después de contener las lágrimas por el dolor, las solté todas por el cariño. No es un mal motivo.

Y en el archivo del tiempo, siempre quedará un día de agosto de 1989, en la plaza de Villacarlos, con un matrimonio jóven sonriendo a un soldado cínico, que ha tenido la inmensa suerte de, entre otras cosas, verse arropado por un bosque de arces entre cuyas sombras se siente seguro y en paz.

Doctor, ya sé que es química... Pero la química también es verdad.

Otro abrazo.

Diógenes.
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La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.