martes, 20 de octubre de 2015

Primer Premio del III Concurso de Relatos Hiperbreves ma non troppo

María Santísima de los Milagros

«A la de tres» –pensó Alan, y sin más se lanzó por la ventana en busca de la muerte. Porque harto estaba de una vida miserable y absurda, plagada de despropósitos, y deseaba, por una vez, tomar las riendas de su destino. ¿Y qué mejor que un suicidio como reivindicación de uno mismo? Lo que Alan tenía de reivindicativo, sin embargo, lo tenía también de ateo, de ahí que no se hubiera percatado de que la única procesión cristiana del pueblo pasaba, exactamente a esa hora, por debajo de su ventana. Así vinieron a dar sus formas blandas contra el trono de María Santísima de los Milagros, al tiempo que se elevaba un «oh» generalizado desde la boca de los presentes. Alan rebotó varias veces sobre el palio y salió indemne. La Virgen, en cambio, quedó hecha una piltrafa. Se abrió su cuerpo lo mismo que una vaina y fue decapitada al instante. La testa coronada rodó por la túnica y se detuvo justo a los pies de Pepa, beata redomada y enferma de un pulmón. O, mejor dicho, del pulmón, pues el otro miembro de la pareja había sido extirpado, todo gris y putrefacto, tres años atrás. Con mucho ahínco le había pedido a la Virgen, milagrosa como era, la curación absoluta de sus problemas respiratorios, pero al ver su cabeza cercenada sobre el asfalto decidió que, en efecto, la Virgen no estaba en aquel momento para milagros. Del disgusto le dio un ataque de tos tal que, tras pasar del azul al morado, cayó fulminada allí mismo. Al otro lado de la carretera, Lola se llevaba las manos a la cara, porque, aun siendo menos devota, también ella le había pedido, a su manera, un milagro a la Virgen. Prisionera de un matrimonio sin mucho fuste, una tarde se emborrachó de carajillos y exigió al cielo, con los ojos lacrimosos, alguna señal que demostrara su aprobación, o no, del plan que tenía en mente; esto es, abandonar a su marido lo mismo que a un gato muerto. La Virgen había respondido amputándose la cabeza y en aquel instante la miraba fijamente con los ojos pintados sobre la escayola en un gesto que, según interpretaba Lola, mostraba su categórica aprobación. Como señal, desde luego, aquello era la repera, por lo que agarró al desconocido que tenía a la izquierda, algo paleto pero bien parecido, y le plantó un beso en todos los morros. Así, en apenas unos minutos, el mundo había cambiado. Alan abandonó el lugar, escoltado por la policía, sintiéndose repentinamente religioso, puesto que, al fin y al cabo, la Virgen le había salvado la vida. La pobre Pepa marchó con los pies por delante en el interior de un coche fúnebre, aunque, ciertamente, menos afectada por sus problemas respiratorios. Y Lola caminó del brazo de un flamante (y garrulo) desconocido, dispuesta a presentárselo a su, desde aquel mismo momento, ya exmarido.

Para que luego digan algunos que los milagros marianos no existen...
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