sábado, 18 de enero de 2014

El tren del parque

Nos había sorprendido la noche en el parque del agua. Una intensa neblina se unía a la decreciente luz y de repente nos encontramos en mitad de ningún sitio, sin ver ni a dos palmos de nuestras narices. Francamente, no sabíamos ni por dónde tirar. Intentamos llamar a alguien pero ninguno de nuestros móviles tenía cobertura… ¿sin cobertura en plena ciudad? La situación se volvía cada vez más extraña. Todos tratábamos de mantenernos tranquilos, fingiendo seguridad pero entonces escuchamos el inconfudible traqueteo del tren del parque y, a apenas unos metros de nosotros, su estridente pitido.
Aquello ya era demasiado, ¿el tren del parque en marcha a esas horas y con esa niebla? ¿a quién se le habría ocurrido subirse a él? A nadie aparentemente. Siguió acercándose hasta nosotros hasta el punto de temer que nos fuera a atropellar, pero no, se detuvo suavemente a un par de pasos de donde estábamos, petrificados, y pudimos ver con toda claridad que el tren estaba completamente vacío, ni pasajeros ¡ni conductor!
Una extraña fuerza se impuso a nuestro pánico y nos hizo subir al tren que, inmediatamente, se puso en marcha de nuevo. Al menos él parecía tener claro hacia dónde ir. Es difícil calcular el tiempo o la distancia en esas circunstancias pero yo diría que rodamos durante algo más de un cuarto de hora hasta que, de nuevo con extrema suavidad, el tren paró y la misma fuerza de antes nos impulsó a bajar. En cuanto el último de nosotros puso sus pies en el suelo el tren desapareció y la niebla se aclaró. No lo vimos irse, no oímos ni su traqueteo ni su pitido. Tampoco podíamos reconocer nada a nuestro alrededor. No podíamos haber viajado muy lejos en tan poco tiempo y sin embargo nos encontrábamos en lo que parecía el escenario de una antigua peli de miedo en blanco y negro. Yo casi esperaba ver levantarse a Nosferatu de su ataúd, la verdad.
El silencio nos animó a explorar un poco la estancia, incluso nos separamos en un alarde de valentía. Ninguno vimos nada extraño pero cuando nos juntamos de nuevo, éramos dos menos. Los llamamos a gritos, los buscamos por todas partes… Nada, no estaban, y seguíamos sin ver nada raro. Pero cuando nos reunimos otra vez, faltaban otros dos. Ya sólo quedábamos tres y el pánico empezaba a apoderarse de nosotros sin remedio. Sin separarnos ni un solo instante para no perdernos de vista continuamos investigando. Juro que no me separé ni dos centímetros de mis amigos, y sin embargo en un instante me encontré sola…


Elena Orte Tudela

viernes, 17 de enero de 2014

Orientación Sur

Siempre me gustó ir al sur, es como caminar cuesta abajo. Sin embargo también permite ascensos, si lo sabré yo, sobre todo ahora. Antes no, ni lo imaginaba. No me alcanzaba para ello ni la mente ni el presupuesto.
Llevo toda la vida soñando con haber nacido al sur, al que pertenezco de todo corazón, corazón norteño. Pudiendo elegir a mis anchas sobre el mapa, cómo me hubiera gustado vivir en un punto de luz andaluza, un pequeño pueblo con o sin mar, pero de casas encaladas, tiempo cálido y muchachas morenas de grandes, hermosos ojos oscuros que sonriesen al mirar.
Aquí en el norte la gente es más fría o más reticente. El clima anima poco a salir, a relacionarse, y se hace mucha menos vida en la calle. Se vive una vida más individualizada y menos social, se estrecha demasiado el tiempo vivido con alborozo. Qué se le va a hacer, tal vez en otra vicisitud me toque mejor suerte.
HOLA, CUÁNTO TIEMPO, ¿NO? POR FIN ENCUENTRO TIEMPO. QUEDAMOS HOY PARA TOMAR UN CAFÉ, SI QUIERES.
¿Hoy, precisamente hoy? Hoy no. Después de tanto lo de siempre, tanto “tengo que llamarte”, “tenemos que quedar un día”, vas y me avisas justo hoy que he querido ponerle remedio a tanto desatino. Nunca pudo ser y tenía que ser hoy. Pero hoy yo ya no puedo quedar contigo porque es el primer día de mi orientación sur realizada. Yo nunca le he negado un café a nadie, por eso estoy aquí, entre gente de acento cálido que acepta el café a la primera y te lo devuelve de forma natural, sin excusas de tiempo material o climatológico.
Cuánta luz hay aquí, reflejada en las blancas fachadas de las casas y en las negras cabelleras de las muchachas hermosas. Cuánto bienestar de alma alumbra el sol sureño, mecido el mundo por la brisa que también me alcanza amortiguadas, apacibles charlas de fonemas tan fugados como yo. Qué bien que me diera por entrar en aquella brumosa cafetería del norte y me decidiera a jugar para sacudirme la monotonía. Y, jugando sin renunciar a ganar, qué suerte que resultara premiado aquel billete de lotería, para poder cambiarlo por uno de viaje con estancia indefinida en donde siempre soñé.


República Democrática Azul

jueves, 16 de enero de 2014

Me duelen las piernas

¡Me duelen las piernas! Ayer vi esos edificios al volver al hotel. Ya no queda mucho. Son muy altos. Debemos estar cerca del centro. No me gustan estas avenidas tan largas; se hacen interminables. Y ésta, además, va subiendo un poquito. Por lo menos no hace mucho sol todavía. Es bueno que esté algo nublado. Allí hay algo de gente. ¿Me animan? No sé si me animan. No distingo sus banderas. Ya no veo bien. ¡Me duelen las piernas!
(¡Sigue! ¡Puedes aguantar!)
¡Me duelen las piernas! Allí hay un lugar de esponjas. ¿Por qué sube tanto esta calle? Es el tercer semáforo que cruzo en rojo. Parece que sigo en el mismo sitio que hace un rato. ¿Dónde estará el etíope que me seguía? No debo mirar atrás. Al final de la avenida hay una zona de curvas, creo. Mejor no mirar. No queda tanto. Mejor cuenta las farolas. ¡Una! Mejor entorna la mirada. No mires a nada. ¡Dos! Hay que concentrarse en seguir corriendo. Este tipo de la bicicleta hace rato que me sigue. Al menos no estoy solo. Hay un poco más de público. Gritan, pero no los oigo. Concéntrate en correr. Pero, ¿cómo, si me duelen tanto las piernas?
(¡Para esto te preparaste!)
¡Me duelen las piernas! He coronado la avenida. Ahora hay curvas; no es tan aburrido; menos mal. Esta línea azul se me va a quedar grabada a fuego. La pendiente ayuda; déjate llevar. Busca la cinta, el público, el calor, mira las banderas, hay alguna de las nuestras. No importa. Ellos aplauden a todos. Busca el calor del público. Ellos te acercan a la meta. No es cierto. Me acercan mis piernas. ¡Y me duelen!
(¡Lo tienes en tu mano! ¡Un esfuerzo más!)
¡Me duelen horriblemente las piernas! Ya llego a la puerta. Es el lugar más bonito del estadio. Un subterráneo y estoy dentro. Han puesto un alfombrado de goma para que no resbalemos. Cualquier cosa que me distraiga es buena. No pienso. Ya estoy dentro. Estoy cruzando el tartán. Estas líneas blancas me dicen que estoy en la pista ya. El público aplaude y me jalea. Esto es increíble; el premio a todo el esfuerzo. ¡Qué bonito es recorrer la recta! Llego a la meta y quedará una vuelta. ¡Cuatrocientos metros! ¿Y si me da ahora un calambre? No es momento de pensar en eso. El frío, la lluvia, todos los entrenamientos… todo ha merecido la pena. Me vuelvo hacia la puerta. El etíope acaba de entrar. Por lo menos le llevo treinta segundos. Casi voy a terminar la curva. El público, de pie, aplaude ¡Me aplauden a mí! Estoy saludándolos. ¿Cómo he podido levantar mi mano? Ya casi completo la recta de enfrente. Luego la nueva curva. Me espera la recta final. El triunfo es mío, mi victoria, la de mi país. ¡Cómo van a festejar la medalla! Agito el puño en el aire. ¡Me siguen doliendo las piernas!
(¡La medalla de oro es tuya! ¡Has ganado! ¡Enhorabuena!)

Francisco Pi Martínez

El peso de la responsabilidad

Tony “tres dedos” sentía cómo la cuchilla rasuraba su cabeza para aposentar al electrodo que habría de hacer cumplir su sentencia.
En cierto momento, llegó a pensar que sus largos años de colaboración con el departamento de homicidios conllevarían algún tipo de dispensa, de trato de favor cuando menos, pero estaba muy equivocado. Todos parecían haber olvidado el valor de las informaciones que durante décadas les había venido pasando a los estúpidos inspectores, incapaces de ver más allá de sus narices, y que sin las pistas que él les aportaba, jamás habrían conseguido esclarecer ni el más simple de los casos, como el de la viuda Wilson.
Soplón le llamaban, pero él siempre se había referido a su ocupación con una terminología más sutil, definiéndose a sí mismo como un orientador versado en el área de la sociología criminal. Aún recordaba las palmadas en la espalda, las invitaciones a copas en el garito de Joe O´Flanigan, y los cientos de dosis pasadas bajo cuerda que habían terminado en sus bolsillos de un modo que no habría dejado en buen lugar a los agentes de la ley en caso de conocerse sus métodos.
Tony le guiño un ojo al capellán, como si fuese su particular modo de hacerle saber que volverían a verse en el infierno. Para alguien que lo sabía todo, las miradas furtivas que el hombre de fe intercambiaba con la enfermera Kelly al pasar por el dispensario no caían en saco roto.
Sin duda, fue la llegada del joven Kenny Parker la que marcó el inicio de su decadencia. Su gran error fue no haberlo catalogado como amenaza hasta que fue demasiado tarde. Si hubiese actuado la primera vez que se le adelantó al dar el dato clave para la resolución de un caso, quizás no tendría que soportar ahora la mirada del alcaide desde el otro lado del cristal, mientras unas correas de cuero le impedían cualquier movimiento.
La muerte de Kenny era precisa para mantener su estatus, y llegado el momento, sabía que no habría podido confiar en nadie para ponerla en práctica; se habrían ido de la lengua.
Lamentablemente, una mal entendida profesionalidad le obligó a irle con el cuento al capitán Walker. No podía dejar que otro recién llegado se le adelantase en dar el chivatazo.


Juan José Tapia Urbano

miércoles, 15 de enero de 2014

Por él

-¿Has vuelto a beber?
Una mirada perdida por respuesta.
-¿Qué más da...?
-¿No sabes qué día es hoy? -inquiere, porfiada, ella-. Mis padres están a punto de llegar. ¿Quieres que te vean así?
-¿A quién le importa? Todo esto es una farsa: esta cena, esta ropa, esa sonrisa que llevas pintada en la cara. Es mentira. ¿Cómo puedes sonreír así?, ¿cómo puedes sonreír sin él...?
-Lo hago por él, sólo por él.
Dos ojos desafiantes que bravean ante otros.
-¿Por él? ¡No está!, ¿no lo entiendes? Ve a su cuarto: está vacío. ¿Qué queda de él? Fotos, juguetes con polvo....silencio. Y tú, disfrazada de fiesta, como si nada hubiera pasado.
-No sabes nada.
-Sé demasiado.
-¡No! ¿Crees que no me tortura levantarme cada día y no escuchar su risa tras la puerta? ¿Sabes lo que se siente cuando algo que ha latido en tus venas tanto tiempo se va? Me aniquila. Pero donde quiera que esté, se merece a una madre feliz y a un padre que no se emborrache para sentirse más triste.
Un suspiro destemplado. 
-¿Y qué consigues con eso? -se mofa él.
-Consigo honrar su recuerdo, Miguel. Sirve para que no se me olvide que estuvo aquí una vez, en esta casa, abriendo regalos bajo ese árbol, con los ojos como platos y temblando de pura alegría. Lo único que puedo regalarle ahora es mi cordura y mi esperanza. Y te necesito a mi lado para conseguirlo. 
Las mejillas se agrietan bajo el reguero de sal, y un quiebro en la garganta.
-Aunque te duela inmensamente, Miguel. Hazlo por mí. Hazlo por él.
Y con el alma hecha jirones y la inocencia descarnada, dos padres fingen creer pues una vez creyeron sin fingir.


Juan Andrés Moya Montañez

¡Viene un monstruo!

La madre terminó de embadurnar a la niña con la crema, le colocó sus manguitos y le acopló un no demasiado bonito gorro de color rosa en la cabeza.
―¿Entonces ya me puedo ir a bañar? ―preguntó ilusionada la chiquilla.
―Ya está usted lista, señorita. Pero no vayas a meterte en lo profundo, sólo en la orilla, y si empiezan las olas, vienes corriendo, ¿entendido? Y dentro de un ratito vienes otra vez, para que te ponga crema de nuevo, que eres muy blanca y no quiero que te quemes. Y luego cuando vengas, aprovechas para beberte un zumo o un batido, que luego te quejas del hambre y te pones muy chinchosa.
―Sí, mami.
Empezaba entonces el turno de la madre. Crema por aquí, crema por allá, el típico “cariño, ponme en la espalda que yo no llego”, las protestas del marido ante el inminente contacto con al mejunje, las gafas de sol, la botella de agua congelada a mano, la visera que venía de regalo con aquella revista y, por fin, la anhelada tumbona.
―La playa… esto sí que es vida ―el suspiro transmitía paz y tranquilidad por doquier.
La calma duró diez minutos, ni uno más. La niña vino corriendo, llorando desconsoladamente, el pánico asomando entre las lágrimas.
―¡Un monstruo quiere comerme! ¡Un monstruo horrible me quiere comer!
―¿Qué dices, hija? ―preguntó la madre preocupada.
El padre dejó el periódico en la bolsa y también se interesó, más curioso que preocupado.
―¿Cómo que un monstruo? Los monstruos no existen. Quizás sea una medusa, o un trozo de basura que haya venido flotando.
―No, no, era un monstruo ―insistió la niña entre pucheros―. Era muy oscuro, casi negro, muy feísimo, y tenía toda la piel muy arrugada, como si fuera de cartón, y muchas manchas, y tenía unas tetas que le colgaban hasta la cintura, y me ha dicho “qué niña más rica”. ¡Eso es que el monstruo me quiere comer! ¡Ay, dios mío! Miradlo, viene hacia aquí. Ya viene a por mí ―la niña lloraba a moco tendido, escondida tras las piernas de su padre.
―Pero hija de mi vida ―el padre observaba atónito―, ¡si no es más que una vieja haciendo top-less!
La madre, al ver la piel seca, deshidratada y requemada por el sol de la anciana que tan amigablemente se acercaba saludando con la mano, se aferró al bote de crema.
―Venga, todos, otra capa de factor 50. ¡Y que a nadie se le ocurra protestar!


Rubén Ibáñez González

martes, 14 de enero de 2014

Parole, parole, parole

Llevaba meses pensándolo. Enganchada a los cómics y a las películas de superhéroes, nunca se había percatado del don que poseía. Ella, Natalia, podía romper cosas. No de una manera casual, fruto de la torpeza, algo como que se te caiga el cubata en cuanto te lo da el camarero. Parece que romper cosas es fácil y a veces, es tremendamente complicado. Si no, pregúntenselo a las miles de personas que van a ser dejadas por sus parejas “cuando encuentren el momento”. La larga espera. El chicle que engancha la suela al asfalto. Y no se rompe. Está ahí, molestando como un grano que ni siquiera una chica loca del moño quiere reventar. Ay, el amor. Natalia sin embargo sabía romperlo todo y quedarse sola. Era capaz de romper algo tan etéreo como una multinacional o una institución. Podía mirar al vacío con los ojos llorosos y decir: “venga, quienquiera que seas, intenta crear algo si tienes cojones”. Entiendo que pueda ser bastante discutible si estamos ante un don o un defecto pero en tiempos de crisis todo vale y ella quiso darle un giro. Así, la joven Natalia quiso ser más chunga que Julian Assange y cargarse la monarquía española. ¿Por qué no? Así que, puso un anuncio en LinkedIn y escribió:
<<Atención republicanos: joven de origen italiano, criada en España, licenciada en Periodismo y empleada ocasional de Iberia se ofrece para cargarse la monarquía. >>
¡Menudo currículum!, le decía un Community Manager de no sé qué. ¡Jajaja, qué cachonda!,  dijo un Sales Consultant de la multinacional Pajaritos. Todo muy gracioso hasta que Bárcenas, recién incorporado tanto a esta red social como a la gran familia de parados, dice: “Ok, why not. Te mando un privi”. Y ahí fue, cuando Luis le envió un privi, quedaron en una cafetería recóndita de Madrid para fumar unos puros. Mientras apoyaban los pies en la mesa entre cafés y brandies, “El Cabrón”, mirando a su nueva compañera de atentados institucionales dijo: ¿qué te parece hacerte si hacemos como que eres una Corinna pero mucho más chunga?


Sara D’Eustacchio

SORpresa

José Antonio trabajaba repartiendo pizzas, cada día abastecía de tan delicioso majar a media ciudad. Aquella noche le encargaron llevar una pizza que a él le encantaba pero que nadie pedía porque era muy extraña: "La Mozzarostia", una pizza gigante de diez quesos con alcaparras y anchoas bañada en salsa barbacoa.
Le gustaba su trabajo, recorrer la urbe a toda velocidad, jugarse la vida serpenteando entre los automóviles, sentirse libre, llegar a los domicilios y descubrir quién era el afortunado o afortunada que se escondía detrás de la puerta y que se deleitaría con los maravillosos sabores que ofrecían sus productos, se sentía un repartidor de sorpresas.
Aparcó la moto, se quitó el casco y leyó la dirección:
- C/ Los Melgos Nº 2 Pta 2... aquí es...
La puerta del patio estaba abierta, subió en el ascensor hasta el segundo piso pensando en la gran curiosidad que tenía por conocer a la persona que compartía su mismo gusto por tan descomunal y extravagante trozo de pasta. Tocó el timbre y cuando la puerta se abrió levantó poco a poco la mirada de la hoja de pedido y dijo:
- ¿Antonio José? aquí le traigo su.......
No pudo continuar, un escalofrío atravesó su cuerpo, el alma se le pegó a los pulmones, no podía respirar, se le hizo un nudo en la garganta que le impedía articular palabra: ¡¡La persona que tenía frente a él era ÉL mismo!! su misma cara, su mismo pelo, idéntica altura, color de ojos... ¡¡Dos gotas de agua, era como estar mirándose en un espejo!!
José Antonio, aturdido, asustado y desconcertado dijo con voz débil:
- Son... son... veinte euros...
Una temblorosa mano envuelta en sudor surgió desde el otro lado y le dio un billete...
Bajó corriendo las escaleras, se sentó en la moto, se puso el casco, respiró profundamente y pensó:
- Tengo que hablar con mis padres... y con la tía Sor María también.


Agustín Crespo Torres

lunes, 13 de enero de 2014

Una urgencia


─ ¡Muevan esa cola, por favor!  ─dijo en voz alta el joven apostado a la final de la hilera de hombres frente a la puerta de entrada del único urinario público disponible.


Visor

El bar Marilín

Es un bar, de barrio pequeño, pero no oscuro. Situado en el centro de valencia, en el barrio antiguo del “Carmen”. Su dueño se llama Juan, es un hombre de cincuenta y dos años, que después de quedarse en el paro, decidió coger sus ahorros y correr el riesgo de montar su propio negocio. No es un bar muy lujoso, pero esta limpio y es el lugar de reunión preferido de muchos parroquianos. El bar se llama así en honor de Marilyn Monroe, desde muy joven, Juan era fan de ella. Y cuando abrió el bar lo decoro con fotografías de ella y posters de sus películas, también alguna figura de ella decora el local. Sus paredes están decoradas la mitad con madera y la parte superior de ladrillo natural barnizado. 
En el, todos los días, trabajan su mujer, un hijo adolescente, que estudia a la vez  informática y programación, Juana, una mujer divorciada de cuarenta años y él.  El bar ha vivido historias de todo tipo, rupturas de parejas, peticiones de mano, comidas familiares y de amigos. También peleas y discusiones, entre los parroquianos, y la desagradable sensación de un robo. Una noche cuando estaba cerrando un grupo de personas entraron amenazando con una pistola a su esposa y a Juan, le rompieron botellas y mobiliario, por lo que él siempre califico de botín miseria, cinco mil pesetas y dos botellas de whisky. Pero eso no le cambio el humor, un poco de miedo si que le metió, pero eso es agua pasada. Él  siempre piensa “que sino arriesgas no ganas” Por eso sigue abriendo y cerrando todos los días superando el  miedo y la crisis, junto a su esposa Marta. El amor de su vida y la persona que desde el principio estuvo a su lado y le apoyo.
Y como todos los días hoy el despertador vuelve a sonar a las seis de la mañana, Juan y Marta se vuelven a levantar juntos, aunque Marta baja más tarde , porque se queda haciendo la casa, Juan marcha hacia el bar, esta cerca de casa, A las seis y media de la mañana, esta abriendo las rejas. Y fiel como todos los días Antonio esta esperando para tomarse el primer café de la mañana, antes de irse a trabajar, siempre le recibe con la misma frase:” ¡Hombre Juan, te has dormido, llegas tarde! Y Juan le responde: ¡para ver si te cansas y no vienes! Y después de echarse unas risas, comienza un nuevo día de trabajo para los dos.


Meiga 

domingo, 12 de enero de 2014

Ermita de San Saturio en Soria

     Estoy sentado en la Plaza Mayor, rústica y provinciana, de las que a mí me gustan, y enfilo ahora por la cuesta que baja al río Duero. Al llegar al puente de piedra, sin cruzar a la otra orilla, giro a la derecha, aguas abajo, y enseguida llego al sotoplaya, conjunto de islotes comunicados entre sí por pasarelas de madera o metálicas. El más grande de ellos es una verde pradera llena de álamos, con parque infantil, merenderos y hasta una pequeña playa.

     Cruzo a la otra orilla por las pasarelas, y salgo frente al famoso Monte de las Ánimas, cuya estremecedora historia reflejó Bécquer en sus "Rimas y Leyendas".

     Aquí giro a la derecha para salir al arco de San Polo e introducirme de lleno en el Paseo de San Saturio, camino de la ermita. ¡Cuánta belleza!, y más ahora en otoño. Los árboles de la ribera están en su máxima expresión colorista propia de la estación: ocres, marrones, anaranjados, amarillos... Un sinfín de tonalidades otoñales que convierten la vegetación de ribera en un extraodinario espectáculo de color.

     A la izquierda tengo los montes de la Sierra de Santa Ana, a la derecha el alto del Parque El Castillo, con el Parador Nacional de centinela permanente, y en medio, encajonado, el Duero, con sus verdes y arregladas orillas y con sus aguas tranquilas, dando al lugar su punto de tranquilidad y de silencio.

     Paso el puente de hierro de la antigua línea férrea de Castejón y, al fondo, ya diviso la ermita, encima de unas rocas sobre el río. Voy caminando y veo grabados en los troncos de los álamos muchos nombres y corazones, por algo llaman a esta zona el "Paseo de los Enamorados".

     En relación a esto, antes de llegar a la ermita, en una roca a la izquierda, hay un grabado en piedra con estos versos de Antonio Machado:
 
                                                    "Estos chopos del río, que acompañan
                                                      con el sonido de sus hojas secas
                                                      el son del agua cuando el viento sopla,
                                                      tienen en sus cortezas
                                                      grabados iniciales que son nombres
                                                      de enamorados, cifras que son fechas"

     Y ya lindando con el templo, junto al "Rincón de Antonio Machado", otro grabado con más versos:
                                                     "Gentes del alto llano numantino
                                                       que a Dios guardáis como cristinas viejas
                                                       que el sol de España os llene
                                                       de alegría, de luz y de riqueza"

     Tras leer estas poesías, levanto la mirada y me deleito con la ubicación y la arquitectura de la ermita, y me pregunto: ¿cómo ha sido posible levantar una ermita en semejante lugar? Me introduzco en la inmensa roca que acoge el templo, recorro sus cuevas, subo, llego a varias dependencias desde cuyos ventanales hay unas preciosas vistas del Duero, y por fín estoy en la maravillosa capilla barroca donde se encuentra la imagen de San Saturio, patrón de Soria, que está totalmente decorada con pinturas que hacen referencia a la vida del santo.

     Junto a la capilla hay una puerta que da salida a una escalera exterior, por la que bajo de nuevo a la entrada de la ermita, y vuelvo a levantar la mirada, y vuelvo a sorprenderme por el lugar donde esta construida.
    
     Para volver hacia el centro de la ciudad decido cambiar de orilla. Para ello, bajo a la pasarela que cruza el río junto a la ermita. Pero antes de cruzar, aparece de nuevo otra señal que indica que este lugar levantó sentimientos e inspiraciones en muchos poetas de distintas generaciones: junto al puente, otra inscripción en piedra con estos versos de Gerardo Diego:

                                                             "Río Duero, río Duero
                                                               nadie a acompañarte baja;
                                                               nadie se detiene a oir
                                                               tu eterna estrofa de agua"

     Ya en la otra orilla estoy en al Paseo de San Prudencio, cuyo mentor fue San Saturio, y me vuelvo para contemplar la vista de la ermita y su entorno desde este lado. No me canso de mirar, me dejo envolver por la atmósfera poética que inunda este lugar, y me entran ganas de ponerme a inventar versos, como si yo fuera capaz de emular a los que aquí se inspiraron tiempo atrás.

     Me alejo recorriendo este bello paseo, que lo es tanto como la otra orilla, por la que vine antes. Paso de nuevo bajo el puente de hierro; después, junto al antiguo molino, ahora rehabilitado; luego el sotoplaya y, finalmante, el puente de piedra. Me giro para maravillarme una vez más con el colorido otoñal de los chopos, y enfilo cuesta arriba de nuevo hacia la Plaza Mayor. Cerca de ésta, en la planta de arriba del Casino, se encuentra La Casa-Museo de los Poetas.

     ¿Qué mejor lugar para concluir este bellísimo y poético paseo?...

                                                                  Saludos
                          
                                                                                                                     El Rural
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