viernes, 29 de julio de 2011

De cena...

REEDICIÓN. Publicado originalmente el 22/02/2011


El sábado pasado los niños se fueron de excursión con el cole. Y se produjo un hecho desconcertante: mi mujer y yo estábamos sólos en la ciudad. Aparte de los planes que yo ya llevaba urdiendo desde que supe que por una noche íbamos a ser de nuevo novios, y que no detallaré por ser obvios para los casados y perfectamente previsibles para los solteros, decidimos darnos un homenaje y cenar en un buen restaurante.

Ahí empezaron las dificultades: cada uno de los que yo propuse fue rechazado. Es verdad que eran todos gallegos o asturianos, que los menús siempre giraban en torno a las fabes y al cerdo en todas sus variantes y que era previsible que coincidiéramos con despedidas de soltero o equipos de fútbol amateurs celebrando algo. Pero todo ello se me representaba como positivo. La idea de mi mujer era otra. Un restaurante romántico, con velas, elegante, con platos novedosos, una experiencia de sabores y de ambientes. Y como mis planes para después de la cena podían depender de su estado anímico posterior a la velada, pues hice como con el windows: "Sí a todo ( recomendado)".

Segunda tribulación: encontrar ese restaurante soñado por mi amada. Yo sólo como el plato del día en algún bar cerca de mi trabajo, y mi experiencia reciente en la materia se limita a la cena de compañeros en Navidad, que ya se ha institucionalizado en uno cercano a la Plaza de Toros, donde hay carnaza y vino a discreción. Ronda de consultas. Mis amigos andan como yo en esta materia. Resultado nulo. Mi chica decide tomar los mandos y empieza a realizar llamadas a sus compañeras y amigas. Dos horas después, además de conocer el estado de salud, los problemas amorosos y familiares y los destinos turísticos de todas ellas, lo último en moda pret a porter, el coste de las intervenciones quirúrgicas estéticas más comunes y las novedades de los programas de mayor audiencia, mi mujer ya tiene un objetivo: el restaurante "La petite ville de Monfleur", en un céntrico barrio matritense.

Me pongo el único traje de chaqueta que tengo, elijo una corbata, me dice que esa no, elijo otra corbata, "no te va con los zapatos", elijo otra, la tercera y última de mi extenso repertorio, "esa peor, anda, mejor la primera", compruebo que la visa está en la cartera y que parezco diez años más jóven en el DNI, la subo la cremallera del vestido, se la bajo e intento bajarle todo lo demás, soy reprendido entre risas pícaras, la vuelvo a subir la cremallera no sin mordisquearle el cuello, vuelvo a bajársela ( siempre soy un candidato al premio a la perseverancia en esta materia), nueva reprimenda ya más formal, y al final, ponemos pie en la calle.

Taxista de orígen magrebí que parece no entender el GPS y que no deja de mirarle el escote a mi princesa, y encima 30 pavos, después de vistar el Madrid de los Austrias, la Ciudad Universitaria, el ensanche de Vallecas y parte de la Cañada Real. Pues empezamos bien.

En la puerta del restaurante, que visto desde fuera parece una caja de bombones diseñada para el cumpleaños de la Barbie Pija, un cruce entre neanderthal y retroexcavadora, al parecer eslavo, me pregunta :" ¿Tiene rrrrreserrrrva?", mientras me pone una mano en el pecho que parecía un manojo de bates de beisbol. Miro desconcertado a mi mujer, y me empiezan a temblar las rodillas. Como no tengamos reserva, el primo de Kingkong es capaz de arrancarme la cabeza. Mi mujer exhibe su mejor sonrisa y le contesta que venimos de parte de Margarita Nosequé. El tiranosaurio humaniza su rostro, me retira la mano del pecho, donde la corbata ha quedado convertida en un calcetín usado y empuja la puerta mientras brama con gran dulzura: "Pueden pasarrrrrr".

En el recibidor predominan los tonos pastel ( lo se porque lo dijo mi mujer, yo solo distingo los tres colores básicos y alguna gama de gris). Pero para pastel el maitre. Al maitre no le dejan participar en el desfile del día del orgullo gay por abusón. ¡ Qué manera de mover brazos y piernas, de ladear la cabeza, qué lenguaje, qué dicción y que grititos !. El tipo hacía que Nicole Kidman a su lado pareciese un camionero.

Nos llevo entre zalemas a una mesa con un mantel que parecía un cuadro pintado por un esquizoide en plena crisis, y nos acercó el menú con gran cimbreo de caderas. En la carta me resultó imposible identificar que alimentos componían los platos. Vale que yo soy un cenutrio sin preparación, pero... "Découvrez la nuit"... ¿ es un potaje de garbanzos?... o "Un plaisir occulte"... ¿ Tal vez torrijas ?. Y así sucesivamente.

Mi mujer me miraba buscando consejo, mientras yo padecía un bloqueo cerebral casi completo. Y... ¿ qué hace un español en un caso como este ?: cualquier cosa menos pedir ayuda, por el descrédito que eso supone para su virilidad. Así que levanté la mano con gesto de autoridad y, llegado el maitre, le señalé cuatro de las sugerencias del chef ( que debe ganar más que un diputado, visto el precio que cobran por lo que sugiere ) y me encomendé a todos los santos del santoral.

Pero no contaba con el vino. El maitre me recomendó un "blanc" para la "Mousse, il n'y a mousse, j'envide" y un "cavernnais du Platón" para el resto de las sugerencias. Sin saber que hacer, pestañeé, lo que interpretó como un sí. El resultado, ciento cuarenta eurazos en vino, que, dicho sea de paso, no me gusta.

Lo peor, sin embargo, estaba por llegar... Cuando al camarero avanzar entre las mesas con aquellos platos descomunales, mis glándulas salivares empezaron a trabajar febrilmente. ¡ Craso error !. Al estar yo sentado y él de pie, mi visión sólo abarcaba la parte inferior del plato, no su contenido. Cuando su mano bajó para depositar el plato en la mesa, mis ojos se llenaron de lágrimas. En el centro de aquella paellera solo un pegotito de un picadillo inidentificable, adornado con un chorrillo de un líquido negruzco y otro de un líquido amarillento que se entrecruzaban haciendo arabescos sobre la loza.

Y así las cuatro sugerencias. Si hubiese podido hablar con el chef, yo le hubiese sugerido algún orificio corporal distinto a la boca por el que introducirse aquellas insignificantes porciones de plasta, de sabor, por cierto, indefinible. Por más que el maitre, con gran atención por parte de mi mujer, se esmeró en explicarnos que los alimentos se deconstruian, se reconstruian, se reconquistaban, se maceraban, se maridaban, se divorciaban, se fundían y se coloraban y decoloraban, no conseguí encontrarle la gracia a todas aquellas perversiones que hacían con diez gramos de puerro, diez gramos de kikos, diez gramos de pechuga de faisán y una aceituna deshuesada.

Me empezaron a rugir las tripas, furiosas ante aquella broma de mal gusto. Cuando el chaval preguntó si postre o café, le pedí la cuenta y me despedí mentalmente de las partidas económicas destinadas durante el mes a fútbol en el estadio , cañas con los del trabajo y fascículos de " El servocroata sin esfuerzo", un curso de idiomas que sigo. Aunque cuando llegó la nota también dije adiós al tabaco ya liado y a los calcetines de felpa que ma habían fascinado desde el escaparate de la mercería de mi barrio.

Cuando alcanzamos la calle, yo, entre vahídos provocados por el hambre y la ruina económica, y mi mujer aliviada al comprobar que no había intentado acuchillar al personal del establecimiento, el armario ropero vestido de traje cometió el error de preguntar: " ¿ Han disfrrrrrutado de la cena?". Me reventé la puntera de los zapatos en su bolsa escrotal y agarré a mi mujer de la mano para emprender la más veloz de las huídas.

Al llegar a casa, tres sanjacobos, un tazón de leche con sopas de pan, dos sobaos pasiegos, un par de magdalenas, media tableta de chocolate, cuatro polvorones del excedente de navidad y un kiwi de postre me devolvieron la alegría. Y le propuse a mi mujer un plan improvisado, que de improvisado no tenía nada...



 Buenos días y buena estrella.

Diógenes de Sinope.

martes, 26 de julio de 2011

Mercaderes de soledad.

REEDICIÓN. Publicado originalmente el 17/02/2011

El otro día hablaba de los que trafican con la compañía. Para que seamos capaces de apreciar hasta que punto la habilidad del mercado nos excede, también la necesidad de soledad se convierte en un artículo de comercio.

En el metro, muchos leemos con la cabeza baja, tratando de abstraernos de la presencia del resto de usuarios. Se evitan las miradas, para que el contacto no sea siquiera visual. Los brillantes cazadores de ideas ya han reparado en ello. Y se dispara el consumo de mp3, mp4, y mp elevado a la enésima potencia. Unos auriculares son el camino más directo hacia el aislamiento. La música que nos invade nos separa de los demás, de manera que se convierte en una forma de rito privado, exclusivo y excluyente. Sólo yo viajo en mi música, de manera que estoy sólo.

Proliferan los desarrollos de la estrategia comercial, hasta el extremo que hay quien combina la música con la PSP, y el juego le transporta a un mundo virtual en el que vive sin más compañías. Y en casa, conectando el ordenador personal (y, por lo tanto, propio e individual) nos desconectamos de la familia. O con el portátil, en sus infinitas versiones, levantando un muro con quienes ocupan el espacio contiguo.

Hay ahora mismo un anuncio de un coche en el que, después de un frenesí de imágenes atropelladas, el protagonista se sienta al volante y el habitáculo del vehículo es un remanso de paz personal e intransferible.

También turismo de soledad. Recuerdo que, hace años, el Padre Hospedero del Monasterio de Samos nos explicó que había celdas para visitantes, personas que se alojaban en la abadía, regidos por las normas de silencio y recogimiento del establecimiento. Pagaban por pasar unos días solos, retirados del mundanal ruido. Sin la obligación/necesidad de comunicarse con nadie.

Valoramos las viviendas aisladas, para evitar la incomodidad de la relación vecinal o los deportes individuales, en los que tú único rival y tú único compañero eres tú mismo.

Y no se trata de esa necesidad que, en determinados momentos, todo ser humano percibe y que le lleva a deambular por un lugar solitario, con los pensamientos puestos en sus circunstancias o sin pensamiento alguno, simplemente dejando que el viento le acaricie la cara y el silencio le sosiegue. Llega a ser una apetencia casi enfermiza, que nuestra mente nos impone para compensar el caos de vínculos obligados e impuestos a que este modo de vida nos aboca.

Es posible que el genial Lord Byron tuviese razón cuando decía que cuanto más conocía a los hombres, más quería a su perro. Pero también dijo Aristóteles que el hombre solitario es una bestia o un dios. Esa soledad que nos venden me temo que nos acerca más a la bestia que al dios.

Como plan alternativo, me permito proponer un buen rato en una buena compañía y un garbeo privado y tranquilo, deleitándose en el callejeo y la caminata, hasta llegar a casa.

En cualquier caso, buenas noches, y que quien quiera estar sólo pueda y quien quiera estar en compañía la encuentre. 

Diógenes de Sinope.
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La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.