viernes, 7 de marzo de 2014

Inclemencias

Llovía afuera y yo sin paraguas. Pero dentro, en el recibidor de su casa, también había tormenta. Y yo sin decidir el mejor chaparrón con el que mejor mojarme.
Ella lloraba rogándome que me fuera. No quería volver a verme. Sus inclemencias empezaron a resbalarme y, como otras veces, traté de capear el temporal.
—Mujer, no te lo tomes así. Sabes que ella no significa nada, además fue por su culpa, me provocó. Yo solo te amo a ti.
Entonces dejaron de llover lágrimas y un tornado de furia asoló su mirada. Agarró un paraguas y me lo partió en la crisma. Me echó sin miramientos, cerrando la puerta tras de sí. Me encontré tirado en la escalera, dolorido y con un paraguas roto. Y afuera seguía lloviendo.


Selphy Sada

Una larga travesía

Tú y yo navegamos en un viejo barco, desarbolado por innumerables tormentas, y con un agujero en el casco que lo hunde lentamente.
A pesar de todo, somos incapaces de abandonarlo y, juntos, luchamos por mantenerlo a flote. El esfuerzo nos deja agotados y, entonces, surgen las peleas, los reproches, las acusaciones.
En las noches en calma, bajo las estrellas, aún podemos sentir el viejo amor que nos une, y somos capaces de recordar porque nos embarcamos en esta aventura.
Al pasar cerca de una isla, cansado de nuestras peleas, me arroje al mar. Nade con todas mis fuerzas hacia la costa, hacia la libertad.  Al pisar la arena, volví la mirada hacia mar abierto. Estabas sentada sobre la cubierta, quieta, mientras el barco se hundía.
Nade de vuelta, subí a bordo y, sin decir nada, me puse a achicar agua.
Aun estamos ahí afuera.
Luchando.
Amando.


laocasionperdida

jueves, 6 de marzo de 2014

Silencio

Silencio. Sordera obligada. Ceguera reiterada. Zumbidos malsonantes de una melancolía desapercibida; para todos, no para mí. Nada es igual. Un año, cuatro meses, una semana y dos días. Suficiente para echar por la borda el crecimiento de cualquier ilusión.
Silencio. Noche. Pensar. Añorar. Olvidar. Olvidado. Lloro. Cierro los ojos, incapaz de soportar, ni un instante más, tanta sonrisa ajena. Angustia. Opresión. Realidad. Más pensar. Perdido. Ahogado. Tropezando en una maraña de ideas que se agolpan literalmente en la parte más alta de mi cuerpo. Roza. Piel. Mano. Mirada encontrada. Contigo. Tú.
Y mientras el agua humeante calienta mi piel, alzo la barbilla con los ojos cerrados, esperando que un Ser Superior oiga mi vocecilla interior que grita auxilio para conseguir la paz que tanto le falta.
Ya no sé si busco persona, animal o cosa. Lo abstracto de mi sentimiento se ha convertido en asiduo a mi lado. Una maldita sombra que veo al mirar por el rabillo del ojo a cada paso que doy, en cada esquina que doblo. Sin embargo, soy solo yo. Quizás sea eso lo que más me asusta. La delgada línea que marca la distancia entre la cordura y la incomprensión. Pensar de forma idéntica a la mayoría nunca se me dio bien. Por suerte eso es algo que solo mi conciencia sabe.
Y así fue cómo decidí escribir.
Ni las subidas ni las bajadas se me dieron nunca bien. Decidí tomarme la vida de forma horizontal. Con letras de por medio. Que solo caminan hacia delante, que es donde todos deberíamos ir. Sin arrepentimientos ni vergüenzas. Sin tachaduras ni borrones. Solo hacia delante, pero esta vez, levantando la barbilla con los ojos abiertos y hablando de cualquier cosa. Porque aquí todo vale. Porque hoy nace otra ilusión.


Marta Martín Morales

Caída libre

Desde lo alto de la inmensa mole, las calles de la ciudad parecen hileras de luciérnagas. A esas horas, sólo las luces de los aviones disputan la primacía a la luna, y Wendy se sorprende de la cantidad de estrellas que brillan en el firmamento. Y del silencio, de la quietud casi fantasmagórica que se respira.
Pero Wendy no está ahí, subida al pretil de la azotea de la torre Warwick, para respirar el frío aire de las alturas, ni para mirar los demás colosos de la ciudad, que ahora parecen de juguete. En su rostro muestra una alegre determinación, que no flaquea ni cuando mira para abajo.
Unos segundos más tarde, se lanza al vacío.
Wendy cierra los ojos mientras vuela, no quiere ver las ventanas sucediéndose unas a otras, ni las luces de la calle acercándose como una ominosa línea de meta. Siempre le dio miedo la velocidad.
En esto, Wendy siente el contacto de unos brazos musculosos, que la sujetan y paran su caída. Y su corazón se pone a redoblar.
Abre los ojos, y es él, sin ningún asomo de duda. El mechón de pelo cayendo sobre su frente, su sonrisa de cien quilates, su traje de fibras verdes, y la gran capa roja. Wendy cree estar flotando en un sueño cuando vuela por encima de su instituto, y de las tiendas donde sus amigas están comprándose ropa en ese momento.
-¿Estás bien? –le pregunta el hombretón a la joven.
-¡Oh, Falcon Man, me has salvado la vida! –responde Wendy, clavando sus pupilas en el apolíneo rostro del héroe -. Tenía tantas ganas de conocerte.
-¡Eres una “groupie”! ¡No me lo puedo creer! –las cejas del ángel se arquean, y su sonrisa se transforma en un rictus.
-Es que eres tan guapo. ¿Sabes?, siempre he sido tu mayor admiradora.
-¡Por culpa de las tontas como tú, estoy dejando de perseguir delitos! ¿Sabes que, ahora mismo, están atracando una joyería, y que los ladrones se van a salir con la suya gracias a ti?
-Ay, cariño, no te pongas…
-¡Cállate! –vocifera Falcon Man -. ¡Ahora te voy a dejar abajo, y no vuelvas a hacer esto nunca más!
Pero el propósito del superhéroe se ve frustrado cuando ve en la lejanía a otra joven, lanzándose en caída libre desde la gárgola de la azotea de la Torre Roe.


Kermit

miércoles, 5 de marzo de 2014

El día que conocí a Cortázar


No existió, fin.


Oracio Smith

El abuelo

Hoy me he despertado con dolor de espalda. Quizá ayer cargué más peso del que debo. La maleta, cargada de tanto trasto inútil, esos cachivaches sin los que ya no sabemos vivir, pesaba como un muerto. Yo no quería traer la mitad de las cosas pero Miguel me decía que lo mismo cogía frío y que me abrigara, así que me metió el doble de ropa, calcetines gruesos y mis zapatillas. Me trata como si fuera un niño. También cargué, sin saberlo, con sus artilugios electrónicos y todos esos cargadores negros.¿ Por qué demonios no harán un cargador que valga para todo? Me han traído al pueblo. Se nota que no venimos a menudo, la casa está invadida por ese frío húmedo que nace de las paredes y se te mete en los huesos y me he pasado la noche oyendo el crujir de las vigas y ruidos raros entre las tejas. Me incordia este colchón de lana donde me hundo como en una fosa y este olor a naftalina en toda mi ropa como si estuviera enfermo de polilla. Me traen como a un mueble, me tratan como un inválido y no tengo ganas de levantarme, ni de salir, ni de ver a la gente. Ya casi no conozco a nadie. Antes disfrutaba venir al pueblo, pero hace ya mucho tiempo de eso.
Oigo ruido abajo. Miguel debe llevar un buen rato levantado. Tiene que estar trasteando en la cocina porque hasta aquí llega el chocar de las cazuelas y el aroma del café. Está ansioso por salir, por acercarse al río, por darse una vuelta por la plaza a ver a quién encuentra. Irá a buscar a sus amigos y a preparar algún lío de los suyos, menos mal que ya terminaron las Fiestas. Le gusta demasiado trasnochar. Él sí disfruta aquí, cada día es distinto, un descubrimiento, una aventura. Ayer, en el asiento de atrás del coche, no paró de mirar el paisaje y sonreír. Se vería ya jugando, pescando o yendo a la poza del río. Yo me pondré frente a la televisión a llenar las horas, a entretener el tiempo, a gastar la vida. Me caen los años como losas, ya no tengo ilusiones ni ganas de disfrutar. Miguel, mientras tanto, debe estar abriendo ya todas las puertas y ventanas, dejando entrar el sol limpio de Castilla, buscando al gato, viendo si la higuera del patio promete fruta este verano. El año pasado se subió a por los higos y luego no se atrevía a bajar. Tuve que arrimarle una escalera y, menos mal, porque estaba dispuesto a pegar un salto. No paramos de reírnos luego. La verdad es que nos llevamos bien, a pesar de la diferencia de edad. Yo tengo 21 y él, 67. Miguel es mi abuelo.


Mánix

martes, 4 de marzo de 2014

El efecto Dominó

Llegué a la oficina de correos temprano por la mañana. Delante de mí había un solo hombre. El individuo quería setecientos sellos, ni más ni menos. ¿Quién necesita setecientos sellos? ¡Ni el Papa enviando felicitaciones de navidad! Pero aquí estaba yo, detrás de Epistolario Man: “un tipo como usted o como yo, pero que aún no sabe de la existencia del e-mail”.
Mientras perdía valiosos minutos esperando ser atendido, reflexioné acerca de cómo, si hubiese llegado un par de segundos antes, me hubiese ahorrado este inconveniente. Proyecté, al mismo tiempo, cómo esta demora se traduciría en llegar tarde a otro acontecimiento, como por ejemplo llegar justo cuando el semáforo se pone en rojo, y mientras esperas el verde aparece de la nada una señora muy simpática que se pasa quince minutos preguntándote sobre tu familia. Me percaté, así, de que desde mi más tierna infancia he ido llegando en el momento inapropiado adonde sea, y he tenido que poner forzosamente en práctica la paciencia, que es una de las tantas virtudes cardinales que no poseo. Es más, recordé cómo mi madre me contó que el día de mi nacimiento había sido proyectado para un día, pero que al final el parto se dilató hasta la madrugada, con lo cual nací al día siguiente. Supongo que algo me retuvo en el camino, y ese algo, como en las piezas de dominó puestas en fila, ha venido repercutiendo en cada uno de los acontecimientos posteriores que el destino ha puesto en mi camino, acontecimientos que – teóricamente – han estado siempre antecedidos por otros, por tener que hacer una fila. Una fila como esta, de tan sólo dos personas – Epistolario Man y yo – en la oficina de correos, un martes cualquiera a las nueve y media de la mañana.
Mañana madrugo, seguro.


Matihuelo

lunes, 3 de marzo de 2014

La golosina

Soy el chupetín que nadie saboreó,  hace años me olvidaron en este cajón donde me encuentro bastante revenido. Fui comprado en un maxi kiosco por una mamá una tarde de otoño para ser regalado a su hija,   que me despreció por no colmar sus expectativas. Sara no deseaba una golosina, deseaba un juguete, por lo que terminé en el suelo. La mamá  me  recogió y prometió regalarme a una niña que me quisiera.  Minutos más tarde encontraron a una pequeña muy humilde sentada en un muro,  que  me aceptó felizmente, me miró con ilusión y se le hizo agua la boca por mí. Reconozco que mi sabor frutal es el mejor, soy el chupetín más codiciado por los niños y  por los abuelos, abuelos que intentan muchas veces quitarnos el palito, ya que sienten vergüenza de que los vean degustando un chupetín. Pero volviendo a  mi historia,  les recuerdo que nadie me ha catado. Lucía, con el tesoro en las manos (el tesoro era yo) corrió hasta su casa a contarle a su abuela que una señora con una niña sollozando, le había dado  el chupetín que sacudía sin parar. La abuela desconfiada, le explicó a su nieta que no podía comer una golosina que una desconocida le  hubiese obsequiado, ya que corría riesgo su salud,  incluso que podía estar envenenada. Ofreció sustituirme por otro chupetín, a lo que Lucía accedió y fue la abuela  la que me arrojó al cajón de su mesa de luz.
Y aquí me hallo desde entonces, ya he perdido la ilusión de derretirme en la boca de algún niño o abuelo, incluso casi no puedo moverme. Hace un tiempo que me adherí a la madera del cajón, sin embargo, me reconforto recordando la mirada de Lucía y la alegría  que irradiaba al agitarme entre sus manos


Marcela Langenhin Vaucher 

Sin entrar en detalles

Locuras del amor, ese querer conocer hasta el último detalle de la persona a  quién amamos, el de su intimidad más profunda, el que más celosamente guarda entre las cuatro paredes de la psiquis-habitación, como la cara oculta de la luna.
Quise saberla toda, sus sueños, sus fantasías, hasta sus perversiones, si es que en ella cabían. Llamé a la puerta de su cuarto, me contestó el silencio, frío y hostil.
Enloquecí, imaginé que estaba allí, que se negaba. No pude soportarlo, una mezcla de celos y desesperación me desquiciaron. Decidido a todo, con estas, mis propias manos laceradas, desmonté uno a uno los ladrillos de sus muros.
Logré, finalmente,  superarlos, penetré en su intimidad, todo era obscuro en sus adentros.
La busqué en las penumbras.  Tembloroso, encendí una cerilla. Entre un juego de luces mortecinas y de sombras, me encontré con un cuerpo,  vi su piel ajada, su mirada perdida y un extraño rictus de amargura entre  los labios, en su cuello pendían un crucifijo y la llave dorada de su puerta. El cordel, salvajemente ajustado, hasta su asfixia.
Un olor a cadáver putrefacto invadió mis papilas olfativas, no obstante, traté de rescatarla, de volver a un plenilunio imaginado, de aceptar que sus secretos eran sólo eso, un cadáver en descomposición, tal vez cómo el mío, aunque nunca  había reparado en este tema.
Se agotó la cerilla, de pronto, algo rompió el  embrujo. Desde la obscuridad más absoluta, emergió la otra-ella, elegante, primorosa, atractiva, seductora.  
“Hola mi amor”, me dijo, con tu vos alegre y cantarina, se colgó de  mi cuello en un abrazo y en el  beso caliente que la distingue y que me embriaga.
“Vayamos a cenar”, propuso, con esa forma tan lisonjera y tan tuya de manifestar un ruego imposible de no complacer.
“Por supuesto”,  le dije, aún atónito. En el cielo, la luna reinaba con toda su intensidad.
Fuimos al restaurant de nuestros mejores momentos.
Volvimos de madrugada hasta su casa, el champagne burbujeaba, aún,  en nuestras cabezas.
“Gracias por esta hermosa noche”, me halagó.  “Gracias a vos, mi amor”, le respondí.
Entramos,  se quitó su zapato izquierdo de tacones, en puntas de pié, me abrazó, me besó,  me envolvió con su magia.
Sentí la voluptuosidad de sus pechos contra el mío. Desabrochó mi corbata.
Nos fuimos desnudando, salvajemente, , traté de dejar mis dudas sobre la mesa de luz.
Le ofrecí lo mejor de mi plenilunio, ella intentó otro tanto.
Después, creo que en  algún pedazo de nosotros, nos amamos sin reservas.
Todo esto, naturalmente, sin entrar,  en mayores detalles.


Don Ríos
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