viernes, 7 de diciembre de 2012

La duda

Me gusta mucho ver a la gente contenta. Pero tengo que reconocer que tampoco me incomoda ver a mi gente sumida en la duda. La duda es la prueba más evidente de que no has dejado de crecer. La duda se empecina en dejar patente que quieres seguir avanzando. La duda es ese desierto que separa dos oasis, un valle entre dos cumbres.

Nos enseñan que todo hay que tenerlo claro siempre. Nos enseñan que hay blanco y negro, luz y oscuridad, suerte y desgracia, vida y muerte. Pero tenemos que descubrir nosotros solos que también hay grises y penumbras, que demasiada suerte es una desgracia y que la muerte, cuando has querido y te han querido, es una vida en los recuerdos.

La duda es un examen, una reválida, una oposición. Hay que superarla para volver a la certeza. Queremos aprobar a toda costa, sin darnos cuenta que, una vez reinstalados en nuestras cómodas ideas preconcebidas, nos quedamos estáticos en un mundo en constante movimiento. Y camarón que se duerme, se lo lleva la corriente.

De la duda nace el progreso. No solo el material, también el personal. Junto con la curiosidad, son dos potencias que nos hacen asumir riesgos y reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia. En ese proceso siempre hay sufrimiento, algo parecido al dolor que siente un adolescente mientras su cuerpo crece y cambia, mientras se transforma en adulto. Pero todos recordamos la adolescencia como un período mágico, el más apasionado de todos, unas etapas que se viven y se queman vertiginosamente. De aquellas dudas y de aquella curiosidad somos fruto.

Las dudas son peligrosas si se convierten en un modo de vida. Aquí si pueden llegar a inmovilizarte. Pero las dudas se atraviesan despacito y con buena letra o cayéndose de un caballo como San Pablo. Y al otro lado está una nueva verdad. Al menos, hasta la siguiente duda.

Hoy no ha sido un buen día. Solo en un autobús vacío, camino de casa, tenía la sensación de que mi vida se ha convertido en una moviola en la que se repiten ad nauseam las liturgias. Las risas de unos adolescentes que se han subido en Plaza de España me han dado aire.  Luego mi hijo me ha dado un beso de buenas noches. Y aquí si que no cabe la duda: cada vez que tu hijo te de un beso de buenas noches, serán unas buenas, muy, muy buenas noches.

Eres una gran mujer. Sin duda. Hazme caso.



martes, 4 de diciembre de 2012

La obsolescencia programada


En el parque de bomberos de Livermore, California, hay una bombilla que lleva encendida 110 años de forma ininterrumpida. El segundo coche de mi padre va camino de los 50 años, y mi primer teléfono móvil aún funciona.

¿Por qué las bombillas de mi casa pegan un petardazo y las tengo que cambiar cada poco tiempo, un coche a los 10 años es prácticamente una tartana y los móviles se cascan en menos de una legislatura? ¿Nunca oyó que las cintas de vídeo caducaban, y a los 10 años dejaban de verse?
¿No ha pensado nunca aquello de 'las cosas duraban más antes'? ¿Y no se ha preguntado nunca por qué, con los avances tecnológicos cada vez más impresionantes, los objetos, en especial los aparatuquis, tienen una vida demasiado corta?

Esta cuestión gira en torno al concepto denominado 'obsolescencia programada'. Podría ser el título de una película de los hermanos Coen o Wachowski, pero no. La obsolescencia programada consiste en fabricar productos con intención de que tengan una duración limitada, no de que resistan el mayor tiempo posible. Esto, desde el punto de vista del consumidor es algo extraño, pues uno siempre piensa que las cosas duren mucho, sin embargo la o.p. (que también es casi una marca de productos de higiene íntima femenina) se emplea por los fabricantes como un método para asegurarse, por ejemplo, de que una lavadora pete en unos 8 años como promedio, un televisor se vea de color verde antes de que pasen dos olimpiadas o un teléfono ni siquiera se encienda cuando casi no hemos aprendido a usarlo del todo.

Los humanos somos una buena muestra de obsolescencia programada; si antes no hemos sucumbido víctimas de alguna toxicomanía, accidente de tranvía o de una sobredosis de telebasura, al llegar a una edad provecta nuestro mecanismo echa el cierre, y a otra cosa.

Pero todo esto me hace pensar en si la o.p. no podría tener algunas aplicaciones de lo más prácticas. Por ejemplo, los políticos. ¿No estaría bien que nuestros queridos representantes, pasado un tiempo prudencial y de forma automática, se volvieran inútiles? Bueno, en realidad eso ya lo parecen desde el principio; me refiero a que podría ser que cuando un político llevase un tiempo máximo en su cargo, directamente quedase anulado para seguir ejerciendo, sin necesidad de elecciones, y sin riesgo de que él mismo se considerase tan imprescindible que sufriese la tentación de repetir. Lo malo es que algún listo inventaría algún tipo de sistema de reciclaje por el que los políticos obsoletos tuviesen algún retiro cómodo y bien remunerado. Tengo la sensación de que esto ya existe, me parece que el europarlamento es algo así, y los eurodiputados son políticos que han llegado a su obsolescencia y ya que no sirven para nada se lo llevan crudo en Bruselas. Mejor sería que reventasen, como las lavadoras.Y digo yo, ¿las agencias de rating no tendrán caducidad??

Lo que representa un ejemplo claro de obsolescencia programada es el amor. Al principio es todo lustroso, brillante, como un coche nuevo, con una línea moderna, y da gusto conducirlo. Pero según vas haciendo kilómetros, va perdiendo reprise, brío, la tapicería se desgasta, y cuando llega a un determinado tiempo de vida útil, se acabó; y vete a pedirle la garantía al fabricante. Esto es también aplicable al sexo, por supuesto, el aparato tiene su vida útil y luego no sirve para nada, al menos el masculino. Cuando después de un gatillazo ella dice '¿pero qué te pasa hoy?', es una respuesta razonable 'cariño, es la obsolescencia programada'. Ahí hay que hacer algún apaño, quizás con alguna reparación pueda estirarse (con perdón) la vida útil, por la cuenta que nos tiene.

A lo que voy es a que la obsolescencia programada no es más que la aplicación a la tecnología de lo que es en realidad la vida: las cosas se gastan, y hay que aprovecharlas antes de que se fundan, como las bombillas. Es decir, hay que usar los aparatos mientras funcionen. Hasta el mejor vino se estropea si se guarda demasiado tiempo, por eso hay que soplárselo en cuanto se tenga una ocasión adecuada, que puede ser, por ejemplo, que es martes, o que ha dejado de llover. Y si no le gusta el vino, una buena cerveza sirve igual, pero no la deje mucho rato, que se le va la espuma. Como decía Joan Manuel, 'no dosifiques los placeres, si puedes derróchalos'.
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