sábado, 10 de agosto de 2013

El esqueleto

Un día lluvioso María Ruiz estaba trabajando en su oficina, cuando recibió imprevistamente la visita de dos hombres vistiendo impermeables negros.
-Señora, nos convocaron para desenterrar un esqueleto que se encontraba en el jardín delantero de su vivienda, las intensas lluvias de los últimos días lo dejaron al descubierto, llamamos a su puerta pero nadie atendió, preguntamos a su vecina y nos dijo que estaría aquí –le dijo seriamente uno de ellos-.
-Quizás les haya parecido que yo lo maté, pero ¡no lo hice!, le aseguro señores policías que mi marido era un patán, lo denuncié varias veces por violencia doméstica y ustedes no hicieron nada al respecto, pero no tuve nada que ver con su muerte, él murió porque tropezó mientras bajaba las escaleras, simplemente lo enterré en el jardín porque sabía que no iban a creerme, y lo lamento pero ¡no voy a permitir que me detengan! –exclamó, mientras extraía un cuchillo de su bolso y los desafiaba.
Los hombres retrocedieron espantados hacia la salida.
-Por favor cálmese señora –dijo lentamente el que habló en primer lugar-, somos paleontólogos, y el esqueleto que desenterramos es de un dinosaurio.


Mariana Marraco

viernes, 9 de agosto de 2013

Cosas de familia

Total, tanto ruido para tan pocas nueces porque hay que ver el revuelo que se montó cuando pasó aquello de mi tía y luego resultó que no era para tanto, que si no se podía demostrar nada, que si esto, que si lo otro, que si vaya Vd. a saber, en definitiva, nada de nada, vamos que se quedó todo en agua de borrajas y nadie volvió a ocuparse del asunto y eso que dicen que iba a salir en la página de sucesos pero luego todo se tapó y se acabó lo que se daba aunque para algunos la cosa tenía miga pero como no se pudo demostrar… pues eso, que se olvidó todo hasta que el otro día, por un asuntillo de disparidad de opinión entre mi madre y la vecina de enfrente, volvió todo a la palestra y menudo disgusto el que tienen en casa desde entonces, incluso el tío Pascual había insinuado lo de ponerle una querella a la vecina pero mi padre le dijo que sin pruebas era como lavarle la cabeza al burro y es que nadie había presenciado la discusión, bueno sí, yo lo había oído todo pero no podía servir como testigo porque, además de ser menor de edad, era familiar directo de una de las interfectas, es decir, era hijo de mi madre y, según parece, eso me inhabilita para perjudicar a la vecina.
En resumidas cuentas que parece ser que no puedo ni contarlo porque la vecina se podría querellar conmigo y eso pondría a mi madre en el disparadero y a mi padre en el bar de la esquina huyendo de la quema y tomándose unas birras con el tío Pascual que me parece a mí que tiene algo que ver con lo de mi tía aunque en casa nadie ha contado nunca absolutamente nada.


José Felipe Cardenete Romero

jueves, 8 de agosto de 2013

No siempre se gana

Miré las puntas de mis zapatos; quedaban justo en el puto borde. Bastaría un pequeño empujón de cualquiera de los imbéciles que se apiñaban tras de mí para que el tren me convirtiera en carne para perro. Pero cualquier cosa antes de tirar la toalla. Yo me meo en los perdedores.
Cuando se abrieron las puertas me lancé como un poseso, a codazos y a patadas. No podía consentir que cualquier tontolaba se me adelantase. Aquel asiento tenía que ser mío por cojones. Y lo conseguí, ya lo creo. Los desgraciados que entraron conmigo y se quedaron de pie me miraron como asesinos, pero los ignoré con ayuda de mi libro. Jamás entro al Metro sin él. Siempre llevo el mismo desde hace ni se sabe, me da suerte.
Eso al menos creía yo porque, de pronto, un cabronazo de ciego que no encontró donde aparcar su enorme barriga, se me puso al lado dándome en las piernas con el bastón como sin querer. ¡No te jode!, ni que yo hubiese nacido ayer.
El problema es que los demás mierdecillas que estaban de pie a su lado, y que miraban mi asiento con envidia, parecían culparme a mí de la desgracia de aquel topo grasiento.
Lo llevaban claro si creían que yo iba a ceder, así que hice lo mismo que ellos: miré a los pasajeros que iban sentados a mi lado, sobre todo a los más jóvenes, de forma que se sintiesen culpables, pero los mamones pusieron cara de póker; uno de ellos, el más cachas, se transformó directamente en zombi, una chinita utilizó el viejo truco de la pierna escayolada, ¡la madre que la parió!, y el otro parecía rezar a la Virgen de Fátima.
No tuve más remedio que ir a por todas: dejé caer mi libro al suelo y me quedé allí hasta la próxima parada haciendo como que lo recogía, y esperando a ver si se bajaba el cegato de una puñetera vez. Pero nada, el tren paró y allí seguía el tío.
¡Joder, que me tuve que levantar y cederle el asiento!
Está claro que no siempre se gana.


Joaquín Muñoz Calero

miércoles, 7 de agosto de 2013

Rompecabezas

Trato de armar tu cara, te divido  en manos, nariz, boca, y en lugar de construirte te deshojo, como esas margaritas de cuando éramos niños ¿te acuerdas?, como los puzzles de madera que la madrina traía para las navidades, y nunca terminábamos de armar en noche buena porque  nos mandaban a la cama temprano y tú te burlabas siempre de mi. Entonces el odio asomaba a mi cara, un sarpullido por todo el cuerpo, unas ganas de ahorcarte, de verte morir como en las películas de vaqueros, tendido al sol, lleno el cuerpo de disparos, y la rabia me borraba tu edad, tu altura, dejando que la imaginación hiciera el resto.
 Algún día seré grande pensaba entonces y me vengaré de tus aires de suficiencia, de tu ropa bien planchada, de tu perfume nauseabundo, porque ya a tus catorce años - yo era apenas una mocosa de ocho- eras el primo mas repulsivo de todos, con tus mejillas gordinflonas, tus  viscosas carcajadas, tus excesos de violencia y esos dedos pellizcándome los muslos, cuando a oscuras en el ropero mi inocencia arriesgaba moretones antes que me pillaran en las escondidas. Tú me conocías tan bien: pellizcabas fuerte, sabías que mi boca aguantaría el dolor, y  en los años siguientes tantas pequeñas cosas. ¡Qué ilusa! por entonces no entendía que esas maldades tuyas eran las piezas sueltas del mismo  rompecabezas.
 Aprendiz de monstruo, no pude verte entonces y tampoco ahora; ni con todo el dolor, la cabeza zumbándome,  las manos crispadas y el pelo revuelto. La casa vacía se  llena de una oleada de vergüenza,  y por más argumentos que le doy a mi razón, no deja de gritarme que soy la misma niñita idiota de los ocho años, aguantando tus juegos de primos, como mamá los llamó la única vez que intenté acusarte.  Idiota de mi, nadie en casa y dejarte entrar por esa puerta y ofrecerte un café, más encima. Idiota de mí, por no ver el monstruo de hombre que siempre llevaste dentro. Idiota mil veces por no gritar fuerte y armar un escándalo, mientras mis ojos veían  lo inevitable dibujado en las paredes: tu cuerpo entrando en el mío. 
 Trato de armar tu cara, de reconstruir tu llegada, tu saludo, mis gestos, pero los recuerdos de infancia, la rabia, la pena, se mezclan  bajo la ducha mientras me llega un cansancio de plomo en la piel, y ya no sé si fueron tus veintiún años o mis quince, si fue mi falda corta de colegio, tu maldad infinita, tu sonrisa sarcástica o mis ojos delineados.


Maritza Ramírez Suárez

martes, 6 de agosto de 2013

Jugoso

El bar da un asco de esos familiares. Del suelo se pega en los zapatos todas las noches en que otros zapatos han paseado por el local los malos tiempos de su alma. En la barra parece haber baba tibia en algún rincón. Falta luz. Me acerco.
Venga Moncho, ponme otra. ¡Si sabes que la ginebra arrastra y limpia los besos que me han negado! – lo digo mientras expando mis brazos por la madera y ladeo la cabeza.
- Tu te habrás creído que eres Bukowski y vienes aquí con tus deudas y tu poesía de mierda a ver si me das pena. ¡Si seguro que ya no puedes ni pagar el motel y te echaron del trabajo! ¡Pero mírate! ¡Y estás sudando! 
Pero abre la ginebra. Me sirve un culo en un vaso largo y me lo llevo enseguida a los labios antes de que Moncho se arrepienta. Hay señoritas por el local, seguramente meretrices venidas a menos a quien la vida abofeteó y nunca se levantaron. O niñas rebotadas con papá que ahora menean su herencia enfundada en tangas sedosos que me muero por morder, vete tu a saber.
Se acerca Tracy y con la izquierda le manoseo el glúteo derecho, y como se deja. Con la mano que me sobra llamo a la chica nueva para que se una a la fiesta. Moncho sabe que su bar es mi casa y que a él le debo las mejores reflexiones de mi vida. Sigo sudando.
Oye Moncho, acércame papel y lápiz que tengo ideas para escribir. ¡No me jodas que son buenas! 
La chica nueva se llama Tiffany, y junto con Tracy nos manoseamos los pechos las tres.
Moncho mira.
Yo olvido como se hacía eso de escribir y me pierdo en camisetas ajenas.


Jana Iglesias Serratosa  

lunes, 5 de agosto de 2013

Escueto adiós

Era un buen domingo de primavera. El sol lucía, y empezaba a alumbrar esa habitación donde estábamos los dos, escasamente vestidos y arropados. Amanecimos juntos aquel 1 de abril. Para mí, el contemplar el despertar de aquel pálido rostro con esos grandes ojos es uno de esos placeres mundanos de la vida. Como siempre, acompañado de dulces besos y palabras que de no ser porque salen con ese timbre de voz tan inconfundible, nada significarían para mí.
Aún quedaban restos en mi casa de una común velada de pareja, que nada de común tiene ya que son “momentos perfectos” que no se pueden volver a repetir, y eso, los hace únicos y por ello especiales.
Tuve que acudir a un encuentro deportivo con el resto de mis compañeros, y la mayoría, amigos. Todo parecía un feliz domingo de no ser por lo que mi cabeza estaba decidiendo y mis acciones expresaban involuntariamente. Aquel día fue el quinto o sexto día que reflexionaba, a conciencia, hacia donde iba mi relación. Inconscientemente ya llevaba unos meses percibiendo sensaciones que alteraban mi bienestar pero que no me inferían una conclusión ni me sustraía mis deseos de estar con ella.
Ninguna falta hizo seguir dándole vueltas. Hacia las 3 del mediodía, al termino de mi cita con el deporte, quedé para comer con, hasta entonces, esa persona tan especial para mí. Solo me hizo falta mirarla a la cara para apreciar su dolor y, acto seguido, salió esa pregunta que esclarecía mi involuntario y raro comportamiento. Por una vez, intenté esquivar la pregunta pero, a una persona tan inteligente y después de tantas vivencias, no pude engañarla. Enseguida brotaron de mi boca, como una tormenta de verano, todas aquellas dudas que tenía de la relación. Ella no opuso resistencia a lo que parecía evidente ni yo pude/quise intentar frenar el temporal.
Y ese fue el punto y final a lo que a día de hoy entiendo por amor.
Nada parecía tener remedio, y sin más consuelo que mis lagrimas se despidió, sin querer un último beso, con un escueto “adiós” que jamás podré olvidar.


Sergio Martín Sánchez 

domingo, 4 de agosto de 2013

ABEN HUMEYA (el último rey moro)



Donde quiera que estemos lloramos por España que, en fin,
Nacimos en ella y es nuestra patria natural.

          Nacido en el año 1.545 en el seno de una familia de conversos granadinos, fue bautizado con el nombre de Fernando de Córdoba y Valor. Descendiente de los Omeyas llegó a ocupar el cargo de Edil Municipal en Granada.
          Tras el edicto del rey Felipe II prohibiendo lengua, costumbres, vestimenta, y, sobre todo, obligando a los padres a desprenderse de sus hijos al cumplir los cinco años para ser educados en el cristianismo, este noble morisco abjuró de los credos cristianos y se sumó a la revuelta de la Alpujarra.
          Por su condición de Edil y Señor de las tierras de Valor fue proclamado rey en las profundas fragosidades de este valle. Aquí, cerca de esta villa fue rebautizado con el nombre de ABEN HUMEYA. Durante su corto reinado como líder del alzamiento morisco, mantuvo en jaque al Marqués de Mondéjar y al mismísimo Don Juan de Austria.

ASSALAM ALÉIKUM (la paz sea contigo)


El Andalusí
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