martes, 29 de agosto de 2017

Insignificante

El hombrecillo es insignificante. E indefinido. Edad indefinida. Clase social indefinida. Hasta sus gustos culinarios son indefinidos. En un restaurante de comida rápida ha pedido el menú del día casi sin consultar la oferta.
Sentado en la mesa de la esquina, está atento a todo lo que le rodea. Mejor, a todos los que le rodean.
Recorre con sus pequeños ojillos a los parroquianos en un barrido constante de rostros y voces.
La abogada de la mesa contigua trata de impresionar al hombre con quien come. Ella no es muy agraciada y pasa de cuarenta y cinco. Él es más joven, y tiene una apariencia distinguida. Ella habla seleccionando las palabras, haciendo pausas, utiliza expresiones rebuscadas, intercala vocablos técnicos. Trata de parecer más culta de lo que es y mejor profesional. Él parece encontrar satisfactorio el hecho de que la mujer esté seducida y esforzándose por agradar. Le delata un rictus en la comisura de los labios, entre divertido y despreciativo.
Los tres hombres que conversan al lado son también cuarentones. No les acompaña ni la ropa ni la actitud. Quieren ser jóvenes, pero la barriga les pone en su sitio. Levantan la voz para llamar la atención, y se ríen a carcajadas por cualquier cosa. Se pavonean de una forma ridícula cada vez que pasa la camarera, para la que, a juzgar por su rostro, no suponen más que una incomodidad incluida en el salario.
El matrimonio de ancianos que se sienta junto a la puerta parece el retrato del orgullo. Impecablemente vestidos, enjoyados, la espalda recta, erguidos como si adelantasen el rigor mortis. Hay frialdad cuando cruzan miradas o comentarios. Se odian pero no conocen otra alternativa que la incómoda compañía del otro.
La intelectual del portátil tiene el cuerpo desvencijado sobre la silla. Pretende parecer ajena al entorno, abstraída en lo que quiera que mire en la pantalla de su ordenador.  Y sin embargo, se le escapan los ojos hacia la mesa de la esquina, al hombre que come con la abogada. En su pose de abandono hay mucho de sueños incumplidos.
El hombrecillo insignificante se levanta, deja la servilleta de papel sobre la bandeja y sale por el pasillo. Se le escapa una sonrisa de superioridad.
La mía es más amplia. Porque soy más insignificante que él, hasta el punto de que no ha reparado en mi, y me río de todas las vidas de las que él se ha reído. Y de la suya también.
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