sábado, 15 de junio de 2013

María Luisa, una carcoma muy pija


Una carcoma llamada María Luisa García de Lopeguía intentaba inútilmente merendarse un tronco centenario en el Monte de los Olivos de Jerusalén. Un guapo carcomo nativo llamado Jaled se partía de la risa al verla, desde la pata de la silla del guarda colocada bajo el árbol de María Luisa. ­
–Hola guapa, ¿tú qué opinas del conflicto árabe-israelí? –le preguntó Jaled a María Luisa para pegar la hebra.
– Yo no tengo ni idea de esas cosas  –le contestó ella parpadeando coqueta–, yo soy del barrio de Salamanca.
– ¿Y cómo has llegado hasta aquí?
 – Pues mira hijo, yo he vivido desde siempre en Velázquez esquina Jorge Juan, en la cómoda del dormitorio de un chico muy educado  que es registrador de la propiedad, y cuando el otro día hizo la maleta para venir a Tierra Santa me quedé enganchada sin querer en un par de calcetines de cashmere y mira por donde me fui a soltar cuando el chico se dedicó a dar pataditas a las piedras, precisamente aquí, en este sitio polvoriento donde toda la madera es durisísima y estoy muerta de hambre.
– Pues deja el árbol y vente a la silla, guapa, aquí hay sitio de sobra y esta madera  está más buena que tú.
Mientras Jaled flirteaba con María Luisa salieron de la silla las demás carcomas, que estaban todas locas por Jaled, a cotillear un poco. Una de ellas empezó a hacerse la interesante y María Luisa, que no tenía ganas de ligue, le recomendó a Jaled:
– Anda, mejor  persigue a esa  por su bujero, que se ve que  está coladita por ti.
 – ¡Adiós Madrid que te vi!  –dijeron todas las carcomas a coro–,  tan fina, del barrio de Salamanca, y diciendo bujero…
– Pero no veis que lo he dicho de broma,  “menudas palurdas  – pensó María Luisa–  que atrevida es la ignorancia”,  hijas  tenéis que estar muy aburridas  para andar siempre cotilleando. Os voy a organizar unas actividades para que os culturicéis, que de vivir en este sitio inhóspito y polvoriento estáis embrutecidas. Vamos a formar un coro y yo seré la directora.
La carcoma María Luisa les enseñó las canciones que había aprendido oyendo cantar al registrador de la propiedad mientras se vestía por las mañanas para ir a su despacho y por las noches para salir a cenar. Y así fue como, en el Monte de los Olivos de Jerusalén, las carcomas de la silla del guarda empezaron a recibir a los turistas cantando el Cara al sol con la camisa nueva, sin que nadie consiguiera nunca averiguar el motivo.

LadyE

viernes, 14 de junio de 2013

El camión de la basura


Antonio me ha dicho que no salga de casa en un mes. ¡Cómo voy a estar un mes en casa! Aunque me haya quedado en el paro y me venga bien ahorrar, no hay quien lo aguante.
Mira que se lo avisé, que no me dejara sola en el camión, que me perdía... pero no me hizo el menor caso.
Llevaba tiempo maquinando mi venganza, emocionada con la sensación de llevar un monstruo tan grande. Atenta a cada indicación, aprendí el código de silbidos con los que me indicaban: pasa de largo, para, arranca, espera que se nos ha caído un cubo, entra por dirección prohibida y - el que más me gustaba- puedes meterte marcha atrás. Sí, aquello casi me desbordaba de felicidad. Las avenidas de mi barrio, amplias, diáfanas, sin coches a partir de las 9:30 de la mañana, todas para mí y mi camión.
Lo único que me ponía de los nervios eran los coches en doble y triple fila a la puerta de los dos colegios de pago del barrio, uno a continuación del otro, con sus mamás-barbies de tacones imposibles y faldas dos tallas menos, que abrían de par en par las puertas de sus 4x4 sin mirar. La “ruta de los coles”, como la llamaba Antonio, era el camino obligado a nuestro desayuno de bocatas con cerveza antes de entregar el camión, y también mi objetivo secreto.
Un día de primavera Antonio, que era el conductor titular, me dijo que llevara yo solita el camión hasta la cafetería. Iba a negarme, pero una mano invisible ahogó mi primera sílaba. Arranqué con frialdad, consciente de que había llegado el momento de cumplir mi destino. No quise mirarles por el retrovisor. Al volver la esquina allí estaban los cochazos mal aparcados de siempre y; en especial; el Porsche Cayenne culpable del siniestro total de mi Corsita, un año atrás. Me aseguré de que no hubiera testigos. Situé el camión delante de la fila, puse la marcha atrás de mayor empuje, aceleré y el Porsche, dos Volvo y tres Audi se amalgamaron en un magnífico transformer.
Antes de que salieran todas las mamás, ya estaban a mi altura Antonio y los demás compañeros con las manos en la cabeza, bajándome del camión en volandas para que no me vieran. No pude terminar mi golpe, -me faltó volcarles toda la basura que habíamos cargado durante la noche-, ni ver sus caras, sólo oír sus gritos.

C. B. Mendoza

jueves, 13 de junio de 2013

Talento


– Es su última oportunidad – dijo, y volvió a preguntarme cuándo y cómo iba a morir.
Aclaré la garganta y contesté:
– Usted morirá pasado mañana.
La desesperación llenó su rostro y sentí que sus ojos me maldecían, entre el temor y la furia.
– Su esposa lo...
– ¡Basta! ¡Llévenselo!
Siguió gritando por un largo rato.
Volví a mi celda, acompañado por los guardias de siempre, para seguir soñando con muertes ajenas.
En un par de días habrá otro director en la prisión. Seguramente, con mi talento, no estaré encerrado mucho tiempo más.

Gonzalo Tomás Salesky Lascano

miércoles, 12 de junio de 2013

La pastilla de la ansiedad


- La loca de la ansiedad está en la consulta uno.
- ¿Cuál de ellas? ¿La que se toma la pastilla en la ducha para reforzar el efecto relajante o la que quiere que le hagamos una endoscopia a su gato porque se ha comido las cenizas de su difunto?
- Ummm… Ninguna de ellas, es a la que le hiciste un TAC craneal la semana pasada poniéndole el fonendo en la frente.
- Ah… esa… - comenta la joven vestida con un pijama verde, mientras se levanta del sofá y echa un vistazo al reloj, las cinco de la tarde. - ¿Qué les pasa a las viejas de este pueblo? No son horas de tener ansiedad. Es la quinta vez que viene esta semana.
La joven del pijama verde coge el fonendo que hay en una mesa, sale de la pequeña salita y cruza el pasillo hasta la consulta uno. La puerta está abierta y se descubre una camilla negra, un armario de vidrio con medicamentos en su interior,  un ordenador algo anticuado y una señora mayor, vestida de negro y con medias negras en pleno mes de agosto, que usa por bolso una bolsa amarilla de supermercado y que lleva el cabello corto despeinado y algo sucio, con un centenar de orquídeas sujetándole mechones.
- Felisa, que alegría verla por aquí de nuevo. Me ha dicho Luis que sigue con ansiedad, ¿no sé tomo la pastilla esta mañana? – pregunta la joven mientras rodea a la señora y se sienta al otro lado de la mesa.
- Me la tomé, doctora. Pero siempre cuando intento dormirme la siesta, me pongo muy nerviosa. He venido para que usted me diga si puedo tomarme la pastilla de los nervios.
- ¿Porqué se pone usted nerviosa siempre a la misma hora? – comenta distraída mientras escribe en el ordenador. - ¡Ah! – Exclama mirando fijamente a la vieja - ¿no será usted de esas que ve “Sálvame” después de comer?
- La… la verdad… la verdad es que sí, doctora – confiesa la señora aturdida. - ¿Qué tiene que ver eso con lo mío?
- Pues… ¡Quién no se pone de los nervios con Belén Esteban gritando a la hora de la siesta! ¡Cuantos viajes se ha dado hasta urgencias por culpa de esa mujer! No se preocupe, esto tiene solución – termina triunfal la frase.
- ¿Cuál?
- Le prohíbo que vea “Sálvame”.
- ¡Pero doctora…. – calla al ver la mirada severa de la joven. – Yo… Es que me entretiene… - los ojos de la doctora no se ablandan. - ¿Pero puedo ver al menos “Amor en tiempos revueltos”?

Martina la Morena

martes, 11 de junio de 2013

El zancudo satisfecho


Son las 2:56 de la mañana, mis ojos me pesan sentado al frente de este computador, único medio que tengo para entretener mi insomnio. No es que quiera escribir ni que este inspirado ni iluminado ni espermatizado, es simplemente que no puedo dormir. Lo peor es que no tengo cigarrillos ni alcohol ni dinero para emborrachar mi vigilia. Todo sucedió hace unos instantes: en el principio, era un mendigo durmiente esperando el beso de una princesa –pensé que era la bruja de mi mujer que me despertaba con una mamada–, pero simplemente fueron ensueños. Primero en los tobillos, después por la espalda baja, un costado y por último, el mayor de los tormentos de estas noches donde el verano se confunde con la lluvia: zumbidos en la cara, un vil lleno de mi sangre –La sangre mía y de mi amada–. Él susurrando a mi oído palabras incomprensibles que se traducían en quimeras y mis subjetividades decían – ¡levántate marica!–. Desesperado por el zumbido que cada vez se sentía más fuerte –parecía que el alado había alquilado un equipo de sonido–, me pegué unas cachetadas que solamente me acabaron de enervar. Me asustaba, por lo que decidí hacer lo indescriptible, me levanté de la cama, me fui hacia el clóset y saqué mis calzoncillos color zapote para ir en búsqueda del culióptero que emancipaba mi rabia, he hice lo inexpresable: prendí la luz, mientras al lado con un grito ahogado mi mujer entre dormida, con rabia gritó – ¡vida hideputa!–. Emprendí la búsqueda, pero la secuencia de la acción era más compleja. En un momento de esos de aclaración de la vista, antes confundida por aletargamiento del ensueño, él estaba ahí, en la cortina: pegado, pegajoso, gordo, satisfecho – ¿Si estaba satisfecho por qué me zumbaba?– Me preguntaba energúmeno. Agachado, lo miraba fijamente alistando mi honda, mi cauchera. Debido a mi gran habilidad tirando calzoncillos: lo masacré, exterminé, aniquilé; sin remordimiento. Me auto felicité, sabiendo que era una falsedad lo de mi habilidad, puesto que el maldito bicho no se podía mover de lo gordo –en algo nos teníamos que parecer–. Con mi sangre y la sangre de mi mujer se hizo un cuadro en la cortina al mejor estilo de los huevos de Dalí…

Leonardo Valencia Echeverry

lunes, 10 de junio de 2013

Sin título


Ha sido ahora, al poder imprimir los recuerdos, cuando por fin se ha podido conocer la realidad verdadera. Antes de los recuerdos ya podían materializarse en papel las imágenes que aparecían en los sueños aunque, sabiéndose el carácter usualmente fantástico y descontrolado de estos, las imágenes resultaban menos interesantes, ya que soñarse podía soñarse cualquier cosa, incluso sin querer, aunque la invención también depediera de nosotras mismas las personas, pero los recuerdos, verlos sí que era maravilloso, eran tan diferentes de lo que se había visto que por fin se pudo saber cómo el mundo era.
Por cierto que existe el recuerdo del mundo en su conjunto. Tiene forma de coma.

Condesmesura
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