jueves, 28 de noviembre de 2013

El Club de los Payasos Sin Gracia

Cuando mi madre dejó a mi padre, este ingresó en el Club de los Payasos Sin Gracia, una asociación de hombres abandonados que se reúne cada viernes para contar chistes malos sobre malas mujeres. Beben, fuman, esnifan y se comprenden los unos a los otros. Y todo esto vestidos de payasos, única obligación indispensable para ser admitido como miembro.
Al parecer, así es como se sienten, y no les puedo culpar. Vivir durante años con la misma mujer, ser un sinvergüenza y pretender eternizar la situación… Bueno, las cosas pasan, y el humor de algunos hombres puede llegar a ser muy negro.
Fue durante el cumpleaños de uno de los miembros cuando conocí a Elena.
Mi padre me había invitado, siendo yo mayor de edad desde hacía pocos meses, para que viera a que se dedicaban en aquellos viernes de desesperación varonil. Por supuesto, me negué  a disfrazarme, y tan solo acepté colocarme una de esas narices rojas. Los jóvenes tenemos más vergüenza que los viejos, digan lo que digan.
La tarta era falsa y enorme. En el momento en que acabaron de cantar el cumpleaños feliz, Elena surgió, completamente desnuda y sonriente, de su interior. Al verse rodeada de cuarentones y cincuentones ataviados de diversas formas payasescas, comenzó a gritar enloquecida. Lo peor vino cuando quisieron tranquilizarla, abalanzándose sobre ella, con las mejores intenciones, claro, intentando agarrarla para ayudarla a levantarse. La cosa se agravaba por momentos, así que decidí actuar. Me quité la ridícula nariz, me abrí paso a codazos, le tendí la mano y, después de cubrirla con mi camisa, la acompañé hasta la salida.
El hecho se comentó mucho en Internet durante los meses siguientes, debido al vídeo que alguien del club había colgado. Elena sufre de coulrofobia, o miedo irracional a los payasos; una de esas extrañas enfermedades psicológicas.
Y es que, el destino puede convertir en héroe al “menos pintado”.
Hoy puedo decir que tenemos un hijo precioso, y no me preguntéis porqué, pero adora al cabronazo de mi padre.


Eduardo Delgado Zahíno

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Re-Encuentro

Cuando le miró a los ojos, supo que ya le conocía, pero no recordaba en qué momento fue. Era una extraña sensación, ya que estaba segura de que no le había visto nunca, sin embargo, había algo en su mirada que le era familiar. Cuando estaba a su lado, se sentía segura, todo era fácil y tranquilo.
Con el paso del tiempo, él ocupaba la mayor parte de sus pensamientos día tras día, noche tras noche. Una mañana despertó sobresaltada. Había tenido un sueño diferente. Soñó que era otra persona, en otro lugar, en otro tiempo, en definitiva en otra vida. Él estaba con ella en esa vida. A lo largo de los días siguientes, soñó otras  vidas, todas junto a él. Hasta que un día escuchó a su corazón, y fue a verle. Cuando estaba frente a él, vio con claridad que estaba junto a la persona que tanto tiempo llevaba esperando.
Él lo sabía desde el primer momento en que la sintió a su lado. Sólo esperó a que ella lo descubriera.

Holly

martes, 26 de noviembre de 2013

La faena de el capaíto

(por el Quiroga)
—...Y encima está lo del pelao del Quiroga en El Ruedo, eso ha sido la puntilla, llamarle capaito como si el maestro no tuviera...¡no tuviera lo que hay que tener!...
—Déjalo, Canito, al Quiroga ni mentarlo, no la tengamos
—Pero Lebrija, ¿viste al maestro cuando le leyeron el artículo? ¿viste cómo se ponía rojo de la rabia, las orejas arriba y abajo, bufando como...
—¡Dejaló, Canito! Ve a ver si el maestro sigue durmiéndola y...¡coño, Polilla, ya era hora!
—¡Madre de Dios, que la virgen de la Amargura proteja al maestro! Vengo de ver a los morlacos y no me gusta nada el segundo que l’a caío en suerte , ese toro está enseñao, mira mu mal el Zaíno, hace honor al nombre el mu...
—¡Dejarlo ya!, ¿quereis asustar al maestro? No lo desperteis que bastante tiene ya con el Quiroga y... ¡¡El traje, niño, no toques el traje que trae desgrasia!!
—...traicionero. Ese malaje del Quiroga escribe sólo pa provocar, y ¡encima el día de la corrida más importante...!
—¡Suss...!
—...pero es mucho maestro pa acojonarse por un pelanas que no viste por los pies. Si no fuera...
—Si no fuera, si no fuera; aún recuerdo la corrida de Baeza. Todo en contra. El Chicote metiendo cizaña, la plaza en contra y los toros como búfalos. Salió aquel avinagrao, bufón, enorme, con los cuernos torcidos, uno p’acá  y el otro pállá ... el maestro se ajustó el chaleco, estiró el gollete, se encajó la montera hasta los sesos, cogió el capote con las dos manos y se fue directo a encararse con el morlaco desde el centro del albero. Allí se plantó y comenzó a llamar a grito pelao  <¡¡Limeño, Limeño...¡¡eah, Limeñooo!!>, mientras a capote revuelto le retaba, pasito a pasito, como un maestro del baile, seguro...¡madre mía y cómo se arrancó la bestia, si le llega a empitonar!... luego vinieron los lances más toreros que jamás se hayan visto en Baeza. La plaza se vino abajo cuando el maestro le hizo el desplante, sobrao el muy torero, antes de entrar a matar... y el Chicote con el rabo entre las piernas mientras el maestro, a hombros de la parroquia, enseñaba con coraje el rabo y las dos orejas....<<Son míos, míooos...>>, decía, los ojos ensangrentaos aún por la rabia contra el pelanas del Chicote.
—Quillo, m’as emocionao, pero déjalo que el duende sólo viene mu de tarde en tarde y el segundo de esta tarde no m’a gustao, que te lo digo, eah!
—A las buenas, ¿pue saberse a qué vienen esas caras de funeral de tercera?. Polilla...
—Eah maestro!, sólo estábamos...aquí...ya tú m’entiendes, maestro...

Máximo

lunes, 25 de noviembre de 2013

Corsarios y Mimosos

El armazón del barco crujió después del viraje brusco y seco, ejecutado con maestría por el capitán de la nave. Orlando se despertó alertado por la chica, cuyo nombre había olvidado. Tampoco recordaba cuántos porros se había fumado la noche anterior, después del concierto. Ella miraba por el ojo de buey un punto aproximándose y aumentando de tamaño en el horizonte. Parecía un yate más veloz que el velero en el que navegaban. La joven, presa de la histeria, chillaba palabras y frases sueltas como Alakrana. Secuestro. Esto es el fin y un repertorio mayor de temores. Continuaba chillando hasta que por la portezuela del camarote se asomó Horacio, el timonel del barco. Los tres subieron a la cubierta. La chica agazapada tras la espalda del capitán y Orlando sin poder reprimir un ataque involuntario de risa. Entre el velero y el yate solamente quedaban varias brazas de distancia. Los tres miraban cómo se acercaba la embarcación con la bandera negra, decorada con una calavera y dos guitarras cruzadas  de color blanco, rematadas por la palabra Corsarios. El lienzo de tela se desplegaba en la barandilla de proa. La tripulación estaba formada por una veintena de tripulantes. Todas eran chicas adolescentes que bramaban el nombre de su ídolo a los cuatro puntos cardinales.
Orlando ya no se reía, presintiendo el abordaje inminente. Sólo podía recordar los días lejanos, cuando cantaba con su banda anterior, Los Mimosos.


Pablo Vázquez Pérez

domingo, 24 de noviembre de 2013

La noche en que murió Freddie Mercury

Hoy hace 22 años que se fue Freddie Mercury. Os dejamos de nuevo este relato que publicamos hace 2 años.


Como un ritual, sequé despacio mi cuerpo hasta no dejar ni una gota de agua. Fui generoso con el tiempo dedicado a elegir la ropa, aunque rácano para comprobar el efecto que causaba en mí. El espejo me devolvía una imagen bien compuesta de mi aspecto, pero no era capaz de desprenderme de una incómoda pesadumbre.
Mientras el taxi me llevaba, trataba de concentrarme en que iba a verme con Luna después de casi cuatro semanas. Fui rememorando algunos de los momentos más felices que habíamos pasado juntos, los mejores besos, risas o abrazos. Después de siete años de vida en común nos habíamos acostumbrado a estar separados durante períodos prolongados, debido a su trabajo, pero los reencuentros tenían algo de emoción y también de incógnita. Siempre hacía el ejercicio de invocar los recuerdos, para tenerlos todos muy cerca en el momento de volverla a ver. Pero ese día los recuerdos venían impregnados de melancolía, pues entre ellos se colaba el eco de nuestra última y abrupta despedida.
Nos habíamos citado a las siete y media en el Bulsara, un bar donde servían unos cócteles magníficos al que hacía tiempo que no íbamos. Luna vendría directamente desde el aeropuerto. Había adelantado su vuelta un día, y yo no había tenido tiempo suficiente para cambiar mi turno, de modo que esa noche tenía que entrar a trabajar en la radio a las tres.
Pedí un Martini seco mientras esperaba su llegada. Apenas tardó diez minutos. Vestía su maravillosa sonrisa de siempre, adornada con un elegante traje rojo. Pidió lo mismo que yo. Todo parecía perfecto. La ciudad estaba preciosa, el atardecer cubría los edificios como si hubiese derramado el bote de color arrebol sobre ellos. Los dos estábamos impecables, el ambiente del bar era cálido, y sin embargo percibía un halo de fatalidad en todo aquello.
Pasamos los primeros minutos relatándonos lo vivido en los últimos días, parte de lo que ya nos habíamos contado por teléfono. El tono superficial no cedía, y yo iba notando que la ansiedad se iba enrollando en torno a mí como una serpiente. Ella seguía con la misma aparente naturalidad, era experta en moverse por situaciones fronterizas sin perder jamás el pie.
Por fin se hizo el silencio durante unos instantes.
- Te voy a dejar, Hugo. Lo siento, pero ya lo he decidido.
Me mantuve callado, esperando en vano que ella continuase. Le contesté.
- ¿Ya lo has decidido? ¿Y yo, no tengo nada que decir?
- Claro que tienes que decir, pero eso no cambiará mi intención. No es una cosa que se me acabe de ocurrir. Ya está muy madurado.
- Pues a lo mejor me tenías que avisado un poco antes, por si podíamos poner remedio. Así no me dejas alternativa.
Luna habló mucho tiempo, trazando teorías sobre el amor y la pasión. Habíamos vivido febrilmente, nos habíamos amado con desmesura, sin escatimar.
- Todo eso lo hemos vivido, Hugo, pero esto se muere, como todas las cosas, y tampoco hay que sentir tanta pena, porque hemos exprimido el amor hasta el final.
Yo sólo acerté a balbucear algunos tópicos sobre tirar por la borda el tiempo que llevábamos juntos o segundas oportunidades, pero fue como intentar detener un tren con las manos.
- Mira – me dijo -, el amor es como esta copa de Martini, al principio es ancha y aunque bebas mucho parece que no se va a terminar, y te atraviesa la garganta como si fuera fuego. Pero poco a poco, nos vamos acostumbrando a su gusto, y la copa se va estrechando, hasta que se acaba.
Yo miraba hacia la mesa, incapaz de levantar la vista de ella.
- Nuestra copa se está terminando, Hugo, ya está casi vacía y no se puede llenar otra vez, así que no le des más vueltas. Eso sí, nos queda un último sorbo, y de ti depende que nos sepa dulce o amargo.
Levanté la cabeza con ademán inquisitivo, sin saber muy bien qué quería decir.
- Vayamos a casa. Vamos a hacer el amor por última vez, pero sin tristeza, como si fuese la primera. ¿Qué mejor manera de decirnos adiós?
- Por favor, no me vengas con sarcasmos.
- No te hagas la víctima, no te lo propongo de broma. Ya te digo que la decisión está tomada, me voy a ir de todos modos, pero me gustaría que al menos nos quedase un buen recuerdo de la despedida.
Permanecí callado unos minutos, tratando de reunir la fuerza para tomar alguna actitud, la que fuese. Miré alrededor, a la gente, que ajena a mi naufragio, bebía, charlaba o se divertía. Pensé en que mi drama era aún mayor porque no pasaría nada después de él. Igual que cuando alguien se marcha o se muere, el impacto apenas duraría un momento, y la vida seguiría para todos.
Así, la autocompasión trajo de la mano al peor de los compañeros, el despecho. Ante lo inevitable, renuncié a un postrero episodio de placer con la mujer a la que todavía amaba, por disfrutar de una pose de digno y estúpido orgullo, y de ese modo elegí un frío adiós.

Aquella noche di por la radio la noticia de la muerte de Freddie Mercury con lágrimas en los ojos, aunque no sabía si en realidad eran por él o por mí. Y nunca le olvidaré, porque mientras él agotaba su vida yo perdía parte de la mía como el que se deja agua en el vaso sintiendo aún sed. Vivir hasta el fin, apurar las copas, era algo que sólo les estaba reservado a personas como Luna, o como Freddie. Y maldije el fatalismo que tanto me pesaba, que me impedía hacer otra cosa que no fuera rebozarme en la amargura.
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