sábado, 8 de junio de 2013

La danzarina, la araña y la tortuga


Soy una tortuga anciana, he nacido en una playa cuyas ondas eran las páginas de un libro azul, en la arena blanca he dejado mis dias más antiguos, mi infancia. Pero, en mi boca he traído dos perlas. Lejos va mi primera viajen de coche, la he hecho dientro de una caja. Por el rincón miraba las cosas pasando muy deprisa - he visto rayos de muchas colores en cielo. El cielo era bajo y anranjado, cerré los ojos y debido al juego de luz y sombra he sido invadida por - rojo, niegro; rojo, niegro; rojo, niegro; - y ele cielo tan bajo, no sé se me dormía, sí sé que nadaba.
Clotilde La Araña no se quedaba, era de pocas palabras y tenía un ojo para cada punto cardinal, me dava miedo y calafríos. Se pasaba los dias haciendo telas, tricotando los vestidos de la danzarina. Por la noche era ella que lle hacia danzar, por veces pegada en sus pelos, otras aún pegada en los vestidos. Siempre danzaban la musica del acordeonista ciego que por las calles narraba su amor infinito por la danzarina. Secretamente la araña estaba enamorada por el acordeonista. Cuando elle ha cumplido años la araña tricotó un vestido rojo y niegro para la danzarina y al acordeonista se lle dió dos de sus ojos, los ojos de mirar el sud y el norte.
Mientras, yo hechaba de menos mi casa, mi playa. Quería huir. La araña prometió que me ayudaba en trueca de las perlas, lo hice. Después, en un furioso ataque de hambre la danzarina ha comido la araña, encontró las perlas y con ellas ha hecho dos bellos pendientes. Pero yo ya iba bien lejos en las aguas de un río dolce y verde.

Abigail

viernes, 7 de junio de 2013

El mundo está hecho de caballos


El abuelo, de niño, se fue a vivir a Argentina. Allá tuvo hijos a los que, cuando tuvieron la edad, mandó a estudiar en España. Ellos se acostumbraron al clima, se casaron y se quedaron a vivir —por ese orden—. Luego volvió también él, el abuelo. Ya era muy viejo y volvió para morir, aunque ni él ni nadie quisiese reconocerlo, porque estas cosas no se dicen en voz alta. Antes de morir, cuando yo era niño y el abuelo había vuelto de Argentina, nos gustaba escucharle contar historias de allá. Nos decía que él había sido el último gaucho y que, cuando emigró, no echaba de menos su tierra, porque todas las tierras son iguales a lomos de un caballo. Todas son rápidas, generosas y urgentes. «Como la vida». Nos decía, pero sin darle importancia. «Como la vida». Nos decía y se echaba a dormir o nos apuntaba con el bastón como si fuese una escopeta. Gritaba «Pum», y nosotros salíamos corriendo, y a veces nos moríamos y a veces no, dependiendo de la puntería del abuelo y de la disposición que tuviésemos ese día para caer al suelo.
A nosotros el abuelo nos hacía mucha gracia. Tenía un acento muy divertido y casi siempre estaba de buen humor. Aunque había venido a España a morir no le daba importancia al asunto. Luego entendí que le parecía una cosa natural y el abuelo pertenecía a ese tipo de gente para la que no puede haber nada malo que sea natural.
-No quedan caballos abuelo —le picabamos nosotros—. No quedan caballos, nos los hemos comido todos —y le enseñábamos los dientes, como si los nuestros fuesen unos dientes terribles con los que hubiésemos acabado de zamparnos, allí mismo, al último percherón sobre la Tierra.
Él sonreía, entre cómplice y resignado. Se recostaba, cerraba los ojos y nos respondía.
-Claro que quedan caballos. Cuando no queden caballos se acabará el mundo.

Miguel Carreira López

jueves, 6 de junio de 2013

Quince días para olvidar


Quince días. Tenía quince escasos días para olvidarte a partir de aquél. Volvería a estar cerca y la locura podría establecerse eterna si seguía pensándote así, o lo que es peor, podrías decidir girar tu cuadrada cabeza hacia mí y querer en algún momento establecer contacto visual. No, me negaba a eso, no lo merecía. Tenía quince días. Después de la decisión drástica de dejar de sonreír, todo se había vuelto más plano, más fácil, mejor. Ya no te colabas en cada pensamiento, pero la victoria aún no era mía. Debía conseguirlo en tan sólo un par de semanas. De algún libro saqué que bastaban 21 días para imponer un nuevo hábito, para retirar de esta manera el antiguo. De ahí el dicho: un clavo saca a otro clavo... bastaban 21 días pensando en otra cosa, para dejar de pensar en ti. Pero no, yo sólo tenía quince, quince míseros días. Pensé en enamorarme loca y perdidamente de cualquiera, tener un sexo extremo y no volver a mirar atrás, pero eso... se tornaba difícil en este huracán de maletas, ecuaciones y versos... o quizá más bien es que no estaba dispuesta a ello, no quería. Supongo que era hora de que muriesen por mí. Pensé en el chico de la Plaza de Maggio, ¿por qué no? Quince días, lo justo para huir. Pero era una postura egoísta, se volvería loco, yo lo sabía, y la dosis de locura era tan extrema en ese preciso instante, durante esa maravillosa tempestad... que preferí detener el mar en calma y buscar una nueva solución...
Hoy, un año después quisiera saber si algún día la encontraré.

Patricia Moreno Luna

miércoles, 5 de junio de 2013

Jaso, el caballo que hablaba


Jaso, era un caballo alazán, café claro, que sobresalía en el establo no sólo por su hermosa y elegante presencia sino por su rara y extraña forma de relinchar, que más parecía un canto permanente de la naturaleza humana. Es más, era tanto el parecido de su relinchar con la voz de su amo, que cuando don Leonel (así se llamaba el dueño) se acercaba a tomarse un guaro, después de una larga jornada en el campo, era en realidad Jaso, el caballo, quien le hacía el primer pedido y luego se retiraba a su lugar, allí en donde don Leonel, lo dejaba pastando.
Una y otra vez, Jaso reemplazaba a su amo en sus funciones de dirigirse a sus amigos, vecinos o compañeros de la finca, pero eso sí, siempre al lado de él, pues seguramente nadie aprobaría que un caballo hablara.
Pero, se llegó el día en que las personas se dieron cuenta de este fenómeno y la explicación que se dieron es que todos se estaban volviendo locos por causa del agua de la reserva a la cual, le había caído una rara sustancia de color blanco amarillento; poco a poco, todos empezaron a alucinar (eso pensaban) y de ahí, que escucharan al caballo hablar y no relinchar. Alguien agregó que necesitaban conseguir la yerba Maldivia, única fuente de cordura –pensaban- a la que se podría recurrir.
Sin embargo, -¿dónde hallarla? – preguntó otro vecino, y además tendría que ser rápido, pues pronto no sólo escucharían a Jaso hablando sino a los otros caballos y a sus dueños ¡relinchando! Y qué tal si no solo fuera eso, sino que los mismos sembrados empezaran a caminar y los pájaros en lugar de cantar y llevar polen, ahora, se pusieran a leer y a escribir.
Entonces, examinaron la sustancia extraña del agua y concluyeron que era sencillamente harina para arepas, que nadie se estaba volviendo loco y que en la práctica, Jaso era el único caballo que hablaba y eso lo haría hasta que él muriera. FIN

Soñadora

martes, 4 de junio de 2013

Baguettes con york


Corría. Sentía la pesadez de sus piernas, y las heridas de sus pequeños pies descalzos al pisar el duro asfalto, pero corría. En su rauda carrera pudo distinguir, tirado en el suelo junto a un contenedor de la calle de las Magnolias, un raído gorro de lana. Se prometió regresar más tarde a buscarlo como recompensa.
Rápidamente giró la cabeza para comprobar que el vendedor de la panadería seguía persiguiéndolo. Dobló la esquina y se introdujo en un oscuro callejón para intentar despistarlo. En estos tiempos que corren ya ni se perdona una escueta barra de pan. Bueno ni el jamón york ni el zumo de naranja, admitió alegremente con una sonrisa. Pensar en comida le revolvió el estómago; le rugieron las tripas dolorosamente y su sonrisa desapareció.
Pudo comprobar que el panadero había dejado de seguirle y frenó en seco. Flexionó sus rodillas y respiró hondo un par de veces, tratando de recuperar el aliento. Echó entonces un vistazo al desolador escenario que se desarrollaba a su alrededor.
Aquella mañana el sol se erguía, alto en el cielo, iluminando el sombrío callejón en el que se había ocultado. Pudo vislumbrar, escondida detrás de un contenedor, a una afable anciana, que afectuosamente compartía un trozo de pollo con un chucho callejero. Algo más adelante, otro mendigo compartía sus ganancias del día anterior con niños algo más pequeños que él. Sus caras sucias y sus pelos enmarañados no impidieron que el mendigo los abrazara con una humilde sonrisa y un brillo desolado en los ojos. En sus manos un ajado cartel, “Tengo tres hijos enfermos y vivimos en la calle. Ayúdenme, por favor”.
Perros y gatos durmiendo en la basura, mendigos que en otros tiempos fueron señores de grandes hoteles de lujo junto a sus desgraciadas esposas y niños viviendo en esa precaria situación; así se resuelve el mundo.
Apretó con fuerza la bolsa en la que conservaba la baguette con el york y los zumos y luchó con la tentación de compartirlo con toda esa gente. Con gran dificultad siguió su camino. Tras unos minutos, llegó a otro callejón y se dirigió apresuradamente hacia unos cartones esparcidos por el suelo, sobre los que reposaba una joven mujer embarazada.
- He traído la comida, mamá
Ella lo miró con tristeza, abrió la bolsa y sonrió al ver las baguettes y el york. Él se sentó a su lado y juntos compartieron la deliciosa comida.
Después, él se levantó y se marchó, caminando, a buscar el gorro en la calle de las Magnolias.

Ruzicka

lunes, 3 de junio de 2013

Travesura


La luna implacable y entera frustraba a la noche, bañando con luz plateada la vasta extensión de tierra que rodeaba su hogar. Sabía que se estaba exponiendo peligrosamente allí afuera, pues era demasiado tarde, y que lo mejor sería regresar a casa cuanto antes, sin embargo, no se movió de donde estaba. De pie, contemplaba ante él como su obra se deshacía como un azucarillo. La lluvia y el sudor se confundían en su piel pero eso  no parecía importarle. Sus ojos estaban clavados en el suelo, observando impotentes como el agua, que caía sin cesar desde hace pocos minutos, convertía la arena en barro. Euno estaba furioso, había invertido demasiadas horas y esfuerzo en algo que, inocentemente, pensó que duraría para siempre. Alguien rompió el silencio de la noche gritando su nombre. El familiar sonido no lo sorprendió, desde que empezó a llover sabía que vendrían a por él. De hecho, era consciente de que, permaneciendo a la intemperie y bajo la lluvia a esas horas de la noche, se estaba buscando serios problemas. Hizo caso omiso y hundió sus manos en el barro, degustando esa sensación. Volvió a escuchar como alguien vociferaba su nombre, esta vez procedía desde más cerca. Se giró y pudo ver como de entre las sombras surgía una silueta que casi lo doblaba en altura. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo apreciar como la furia se dibujaba en sus ojos centelleantes.
-¡Ven conmigo ahora mismo!- Exigió con voz aguda la figura entre tinieblas.
-¡Ni hablar!- chilló Euno.
Dificultado por la lluvia comenzó a correr en dirección opuesta, internándose en la oscuridad. Sabía que no tenía escapatoria, tarde o temprano tendría que responder de sus actos, pero vendería caro su pellejo. Desesperado, intentó correr a mayor velocidad pero su perseguidor era más veloz. Se dirigió entonces hacia los árboles, naranjos y limoneros, que rodeaban la casa. Frondosos, sus ramas jugarían en su favor entorpeciendo el paso a quién lo perseguía. A sus espaldas escuchó otro grito lejano: “¡¿No quieres venir Euno?, muy bien, ahí te quedas!”.
Una sonrisa de suficiencia apareció en la cara de Euno, convencido de que era un farol. No se amedrentó y continuó avanzando hacia las sombras. Cada vez estaba más lejos de su hogar y eso lo asustaba. Las ramas bañadas por la luna dibujaban caprichosas formas que hacían que su imaginación le jugase malas pasadas. Veía monstruos por doquier, espantosas criaturas que brotaban de su mente. Conforme se alejaba de casa, los huertos se tornaban más tétricos.  Cuando llevaba un buen trecho recorrido se detuvo y afinó sus oídos. No escuchó nada. Se encontraba solo, en mitad de la noche y lejos de casa. Estaba aterrado. Escuchó el crujir de ramas a su espalda.
-¿Mama, eres tú? -preguntó entre susurros con temblorosa voz- ¡Mamá! –gritó esta vez- ¡Mamá vuelve, tengo miedo! -balbuceó, mientras su rostro quedaba cubierto por lágrimas.

Pablo Martínez Serrano

domingo, 2 de junio de 2013

Los sonidos de la noche

   Un paseo de noche por la orilla del río, en luna llena para tener un poco de luz, resulta misterioso y encantador al mismo tiempo, y te introduce en un mundo de sonidos a los que no estamos acostumbrados durante el día.

   Salgo del pueblo y me envuelvo en la oscuridad, esa oscuridad "clarificada" por la luz de la luna, que te permite verlo todo y no ver nada a la vez.

   El canto de los grillos prevalece sobre cualquier otro sonido, y vuelvo la mirada para ver las luces del pueblo, que ha quedado atrás.

   Continúo mi marcha y enseguida empiezo a escuchar el rumor del agua del río. Todavía no lo veo, pero ya lo oigo. El canto de los grillos va desapareciendo y se impone otra sinfonía distinta: la del croar de las ranas.

   Entro en las arboledas del río, y veo las siluetas de los álamos gracias a la claridad que desprende la luna llena, escuchando el agradable sonido de sus hojas al moverlas la suave brisa.

   Llego a la orilla y oigo el chapoteo de algunas ranas al saltar al agua, asustadas por mi presencia, mientras observo el reflejo de la luna en el caudal.

   Según camino escucho los correteos de los ratones de campo, que huyen al notar mis pasos. Pero unos sonidos de algún animal de mayor tamaño llaman mi atención. Unas hojas secas caidas en la anterior otoñada se mueven bajo mis pies, pero la claridad de la luna no me permite ver lo suficiente, por lo que me agacho para comprobar que se trata de un topillo excavando en la arena. No se ha percatado de mi presencia y sigue haciendo su agujero como si nada. Tras observarle durante unos minutos,  dejo al topillo en su ardua tarea y sigo mi marcha.

   Un retiemble de suelo me sobresalta ahora, y veo unos metros más adelante la silueta de un grupo de corzos que regresan al monte tras beber en el río.

    Entre todos estos sonidos no podía faltar uno: el canto del amo de la noche, el buho. Escucho su ulular, le busco con la claridad de la luna entre las ramas de los álamos, pero no consigo verlo. Me tengo que conformar con oirlo, y estremecerme con ese canto misterioso en la noche.

   De vuelta al pueblo, veo el silencioso revoloteo de los murciélagos en torno a las farolas encendidas, en busca de mosquitos, polillas y todo tipo de insectos atraidos por su luz.

   Al llegar a casa, escucho el canto de las lechuzas que tienen su guarida en las aberturas de las rocas de al lado. Miro al cielo, y veo pasar su silueta blanquecina bajo la claridad de la luna. Buen punto y final a mi paseo nocturno.

                                                                                                    
                                                                                               EL RURAL
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