sábado, 24 de agosto de 2013

Pan negro

Lo vio en la calle, corriendo de una a otra esquina, tratando de refugiarse tras los muros de las casas destruidas por el reciente bombardeo. Era el primer soldado enemigo que entraba en el pueblo. Estaba amaneciendo.
Queridos padres: Esta va a ser quizás la última carta que os escriba antes de poder daros un abrazo. Nuestro batallón marcha ya hacia Madrid y la guerra está por terminar. Ayer tuvimos comida especial, pues nos visitó un general tratando de darnos ánimos antes de acometer la que suponemos será la última batalla. Comimos paella o algo parecido y carne enlatada que nos supo a gloria, después de tanto tiempo comiendo boniatos y pan negro.
El otro día tuve que salir con la patrulla de reconocimiento y cogimos dos prisioneros. Eso me valió un ascenso a cabo y dos reales más de paga. Aunque yo no lo deseaba en modo alguno, me he convertido en el jefe de la patrulla y me corresponde el dudoso honor de ir en cabeza, de la avanzadilla que ocupará el último pueblo abandonado por el enemigo, en su retirada hacia Madrid.
Tengo muchas ganas de veros, sobre todo a Julián del que no sé nada desde hace meses. A veces sueño que me encuentro con él, volvemos juntos a casa y nos olvidamos de esta pesadilla.
Hasta muy pronto. Recibid todo el cariño de vuestro hijo Ricardo.
Queridos Padres: Estoy limpiando mi fusil y no puedo dejar de pensar en vosotros y en Ricardo, y en si ya ha vuelto a casa. Aún conservo la fotografía que nos hicimos todos juntos cuando marché al frente y antes de dormir la miro con toda la nostalgia que podéis imaginar. Si Ricardo está con vosotros decidle que espero llegar a casa antes de su cumpleaños y para celebrar con él su mayoría de edad. También he escrito a Luisa y a los niños.
Esta tarde mi compañía abandonará el pueblo para reunirse con el grueso del ejército que se prepara para la defensa de Madrid. Aquí solo hemos quedado cinco francotiradores, muy a nuestro pesar, para entorpecer aunque sea durante unas horas el avance del enemigo. Estoy apostado en la terraza de una de las primeras casas de la calle principal, y tengo una panorámica total de la entrada del pueblo
Bueno, tengo que acabar mi carta ya que mis compañeros salen hacia Madrid y se la voy a dar para que os llegue muy pronto. Muchos besos de vuestro hijo: Julián.
Estaba amaneciendo. Julián apuntó despacio al primer soldado enemigo que había entrado en el pueblo y disparó.


F.J. Fayerman

viernes, 23 de agosto de 2013

Metamorfosis

El instinto de cazador me guía justo al escondrijo de la bestia. Al verse sin salida, ruega con su voz humana: “No, déjame vivir”, y de sus ojos corren lágrimas. Pero en mi mente, las imágenes: niños muertos, eviscerados por su lujuria, podridos dentro de contenedores de basura, y los que sobrevivieron. Como yo. Condenados a sufrir la maldición de buscar carne inocente hasta encontrar al que nos transformó... Apunto la ballesta al “corazón” del monstruo. “No fui yo”, me insiste. Sus ojos ocultos bajo los flecos de piel vieja  son los mismos de aquella noche, hace quince años, cuando mediante tretas me atrajo a sus dominios. Durante tres días, en el bosque, hizo de mí una copia de su maldad. “Compañero”, me dice al reconocer en mis pupilas la bestia silente. Le propino una bofetada. No soy como él. Por años he resistido la llamada de sangre y sexo. Y hoy seré libre con su muerte. Esposa, trabajo, amigos, hijos a quienes cuidar y no… Una vida normal. Disparo la flecha. La saeta destruye a la bestia original; el monstruo en mi interior, intacto. Lo oigo rugir con fuerza, quiere salir… Desea ocupar el lugar de la bestia fallecida… ¡La transformación total!
—Hay revistas y videos de pornografía infantil en los armarios y en el garaje; en la refrigeradora, muestras de pelo y fluidos, seguramente humanos; fotos de algunas víctimas… ¡Pobres padres!... John, este tiene que ser la Bestia de Santa Helena.
—¿Y el tipo de la ballesta?— observa el aludido.
—Alguien que se nos adelantó— concluye el policía inclinado sobre uno de los cuerpos y cubre con la sábana los ojos engrandecidos de terror.


Kyda

jueves, 22 de agosto de 2013

La lavadora

Era un sibarita, un gourmet, un hombre que sabía disfrutar de lo bueno, y todo ello sin importarle el color ni la procedencia de su dinero que él enjabonaba, lavaba y planchaba en la lavadora de su conciencia. Cuando la palabra “crisis” llegó a su vida, ni se inmutó. Su mujer podría seguir luciendo sus joyas y abrigos de pieles y los niños seguirían acudiendo  colegio más caro de la ciudad.
Por eso, cuando se vio en el juzgado, no le sirvió de nada su apelación: se descubrió el lavadero y el sibarita dio con sus huesos en la cárcel, su mujer vistió de rebajas y los hijos tuvieron que ir a un colegio público.
Durante muchos años, siguió purgando sus delitos en la lavandería de la cárcel.


De Acuario

miércoles, 21 de agosto de 2013

Días de chicle

Anoche me acosté intranquilo. Di mil vueltas. Me revolví entre las sábanas. Harto me levanté convencido de que otra vez, y ya iban tres esta semana, no podría pegar ojo. Demasiado cansado para hacer algo útil me desplomé en la silla de la cocina. A tientas busqué esa cerveza a medias de la cena. Todavía estaba fresca. De un trago me despedí de otra noche sin sueños. Hacía tres meses que no soñaba. Mi mente anestesiada, era incapaz de pensar o reaccionar ante nada. La culpable era Carla. Ella abrió mi alacena oscura apilada de temores. Con paciencia la vació desempolvó recuerdos y los pulió. Dejó las puertas abiertas de par en par para eliminar el olor a rancio. Casi volví a respirar. Me sentía tan bien que no supe ver el fin. Relajado baje la guardia. Un breve encuentro con alguien de su pasado despertó en ella lo inacabado. Sus mejillas la delataron. Rojizas de apuro y no saber qué decir, trasmitieron lo que sus monosílabos atropellados no pudieron. Su mano helada abrazando mi cintura sujetó con alambres un adiós precipitado. A partir de ese momento, las puertas de mi alacena se cerraron de nuevo. Solo siento indiferencia que cubro con pijamas, comodines del sueño. Cada noche abro ese libro que nos encontró. Respiro las hojas. Apoyo mi oreja contra el lomo para oír su voz. Casi puedo sentirla.
Recuerdo ese primer encuentro. Agarramos a la vez un viejo libro de poemas  en un mercadillo. Sin soltar el libro Carla clavó sus ojos miopes en mi rostro y aulló como una   loba. Atónito le cedí tan preciado fetiche sin poder dejar de mirarla.
Carla cogió su libro y sin mediar palaba me empujó a un banco cercano. Absorto me senté a su lado. Abrió el libro por la primera página. El crujir de las hojas me devolvió a la frialdad del banco. Nos presentamos e intercambiamos un tibio apretón de manos. Desde aquel instante quedamos ligados como las palabras de aquel libro. Carentes de significado por separado y juntos  en cambio narrábamos una improvisada historia entre cañas de cerveza que despegaba todas  nuestras hojas. Desde la infancia hasta el hoy reescribimos nuestras páginas. Llegamos al final del libro y una foto cayó de la última página. Ella la miró. De pronto su expresión cambió. Era la foto de aquel cuya cita días después cerraría nuestra historia.
De eso hace tres meses, aunque quizás han pasado veinte. Consumo lo días de la cama a la silla de la cocina y de la silla al sillón del comedor y vuelta a  empezar. Ellos son los vértices del triángulo de mi mundo. Sin sueño ni sueños mi tiempo es como un chicle manido que no escupes. Pegajoso, duro y sin gusto.


Avería

martes, 20 de agosto de 2013

El tetrapléjico

Atrae la mosca con la mirada. Sus pupilas siguen el movimiento perpetuo a su paso. El calor de la tarde la mantiene aletargada en pleno vuelo y zigzaguea alrededor del rostro inmóvil. Sus ojos ciñen el tiempo a la tentativa de aproximarla. La llama, la tienta a posarse sobre su retina; dicen al mirar a-cér-ca-te hasta tocarme y poder sentir… Pero la mosca deambula, alcanza la lámpara, luego el sillón, gira sobre sí misma y cae en torbellino allegándose a su hombro, caminando, volviendo a volar a las alturas, ahora rozando con las alas el mueble, la encimera, para deslizarse por la puerta, regresando después a su brazo, no sin antes chocar contra la ventana por enésima vez.
El tetrapléjico se concentra. Su mente prodiga conjuros y expectativas. Bendice a la mosca. Su mente dibuja con nitidez el vuelo y su corazón ama su existencia. Acaricia el mundo surrealista de su identidad perdida y predice soluciones optimistas y desmesuradas. La mosca aterriza en este instante sobre su nariz. Por un segundo se detiene, lo justo para que sus ojos converjan en ella. Entonces marcha hacia arriba; sube por el carrillo. Rodea la cuenca ocular por la sien. Duda en la textura de las cejas, y finalmente se planta sobre el globo ocular. El tetrapléjico nota el cosquilleo de sus alas, sus patas estimulan el color y las formas que percibe, una vibración para otros insoportable llena su cuerpo muerto de sensaciones apacibles, de cercanía, casi de cariño.
El parpadeo involuntario consecuente logra sin embargo asustarla. Y la mosca zozobra, zumba con fuerza como perseguida por manos implacables, se golpea con el borde de un armario y va a chocarse de nuevo con aquella ventana que la retiene.


Fernando Colorines

lunes, 19 de agosto de 2013

Pan y circo

Uno de esos hombres está de pie, con la mano en alto, sujetando el detonador. ¡Genial…! Hace menos de cuatro meses que trabajo para el servicio secreto, y ya tengo el destino de la humanidad en mis manos.
Como venganza a la muerte de su líder extremista, una célula terrorista ha puesto una bomba nuclear de cuarenta y cinco megatones en el centro de la ciudad, justo en los subterráneos cercanos al más prestigioso centro de investigación del planeta. Los terroristas, apostados junto al artefacto, gritan nerviosos en su idioma mientras yo me encuentro a cinco metros, atrincherado en la galería, junto al malherido director del centro, y un cámara de televisión que está retransmitiendo en directo toda la dramática escena a través del canal nacional. ¿Cómo habrá conseguido este tío colarse hasta la primera línea?
El director me confiesa entre estertores que más allá del desastre nuclear, la explosión de la bomba eliminaría importantes resultados científicos que son fruto de la investigación del centro y que están a punto de publicarse, como avances en la vacuna del SIDA y cura del cáncer, un nuevo generador de fusión fría portátil para dar grandes cantidades de energía limpia y gratis, saber quién mató a Kennedy, y lo más importante, la respuesta a la pregunta fundamental de la filosofía: Quiénes somos, de dónde venimos…
El cámara, que está haciendo un plano corto del moribundo pasa a enfocarme a mí.
Ha llegado el momento de la acción y de demostrar todo lo aprendido en el durísimo campo de entrenamiento de Cienhigos del Pezuñal (provincia de Guadalajara). El sudor recorre mi frente, noto como la adrenalina palpita en mis sienes… Con una pistola en cada mano, cojo carrerilla y…
¡Salto espectacular! Un jurado olímpico me daría mínimo un 9,8 en acrobacia. Mientras vuelo, de un disparo certero atino en la mano que sujeta el detonador, haciendo que éste se pierda en el agua putrefacta… Con la otra mano, disparo a la rodilla de un segundo terrorista, cayendo yo finalmente sobre un tercero. La situación ha sido controlada al estilo del mismísimo Jack Bauer.
Diez minutos más tarde, emerjo a la superficie por una alcantarilla. Son las 23:35. Veo que estoy en una plaza abarrotada de gente cantando, bailando y celebrando en una explosión de júbilo. No es para menos: estamos vivos, y además se ha preservado un futuro esperanzador para nuestros hijos.
Un hombre de mediana edad que está a mi lado, me ve y llorando se abraza a mí… Yo también empiezo a llorar, consciente de lo que hemos evitado y hemos conseguido…
- ¡Qué alivio! -me dice-. Sí…-contesto yo, casi en un sollozo. Soy un tipo duro, pero estoy superado.
- Qué mal rato hemos pasado, pero por fin ¡NOS HEMOS CLASIFICADO PARA LA CHAMPIONS!
No puede ser… Le miro absolutamente perplejo y balbuceo - Pero… la bomba…
- ¿Eh? Sí, algo he visto en el descanso…. ¡Pero dices tú de bomba! ¡Para bomba, el trallazo de Pitusiño por toda la escuadra! Eso sí que fue un bombazo. ¡Dos a cero!
Solo entonces caigo en la cuenta de que casi todo el mundo lleva bufandas con los mismos colores. Me siento en la acera pensando en el futuro de la humanidad y le pregunto – Oye... ¿Quién marcó el primero?


Eduardo Muñoz Martín
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