sábado, 18 de julio de 2020

Los pájaros

No creo haber sido nunca un modelo de equilibrio. Tampoco era mi pretensión. Ser un patinador de las emociones no es la cima de la evolución psíquica, pero estudiando el cerebro humano acabas por pensar que con una herramienta tan compleja para algunas cosas y tan burda para otras, lo importante es que te diviertas. Pero andando en estas llegaron la pandemia que lleva a la alcoholemia, el confinamiento, tú confinas y yo miento, la desescalada, a la desescala y la prueba, estilo melón, y el rebrote, rebrota, rebrota y en tu culo explota, así en este orden o otro aleatorio, y se llevaron por delante las dos neuronas que todavía me hacían, si quiera de forma incompleta, alguna que otra sinapsis. Me queda otro par, la de no mearme encima en el transcurso de actos protocolarios civiles, militares, sociales o religiosos y la especializada en determinar donde lleva el alambre la puta mascarilla, aunque está sólo cumple su función un cincuenta por ciento de las veces, si no he bebido, y entre un dos y un cuatro porcentual a partir del quinto tercio de Mahou.
Ante alguna observación familiar al respecto, he decidido buscar alguna actividad relajante que restablezca mi paz interior. Descartado el sexo por pura incapacidad, el deporte por pura pereza, la lectura por pura falta de concentración, las artes plásticas por pura torpeza y el yoga por sentido del ridículo, puro y duro, la única tarea que me resulta asequible, amén de alargar los aperitivos hasta las cuatro de la mañana, es echar pan a los pájaros. Porque la obra pública y privada están muy paradas, también es verdad.
Llevo días bajando, en los ratos libres, a un banco de los del paseo fluvial del Manzanares, con mi paquete de tabaco, una bolsa de tela con los excedentes de pan de la jornada anterior y música de Mozart en las orejas. Me siento, me enciendo un cigarro y empiezo a modelar bolitas de pan que serían la envidia del bueno de Hansel, con la ventaja de no tener al lado a Gretel fiscalizando la tarea.
Arrojo las pelotillas a una distancia prudencial y, pronto, que son muy cucos, aparecen algunos gorriones. Se acercan con sensata desconfianza, me miran dudando si soy un cabrón malnacido con la pretensión de freírmelos o sólo un parguela con debilidad mental. Cuando deciden que tengo mucha más pinta de imbécil que de depredador, se atreven a tomar alguna miga con el pico y se van volando a toda velocidad, como un perroflauta al escuchar "jornada de trabajo".
Al cabo de un rato vuelven y se van tomando más confianzas. Cada uno tiene su estilo. Las hembras son más descaradas, y, por la forma de girar la cabeza para mirarme, les puede la curiosidad y supongo que se preguntan porqué un anormal del género homo sapiens, con mi edad y condición, se dedica a tareas tan propias de la vejez. Pero está claro que llegan a la conclusión de que el hecho de que yo sea gilipollas no se tramita en su negociado y acaban por meterse entre mis pies a rebañar los trocitos que se me caen de las manos en la tarea de migar el chusco.
Los machos son como los de todas las especies. Venga a sacar pecho lata, venga a píar desafinados y venga a amagar "que te pego..¡leche!" a los otros machos. Pero son más cobardicas y se arriman lo justo.
Cuando ya se mueven varios a mi alrededor, con precisión suiza, aparecen las palomas. Pero a las palomas las echo con cajas destempladas. Los que tienen un palomar con maíz en comedero no deben comportarse con las menudencias de las que viven los demás como un agente de bolsa de Wall Street o un político populista con chalet con piscina. No en la medida en que yo pueda evitarlo.
Aguanto como una media hora en tan arriesgada tarea, que algún día he vuelto a casa con las cicatrices de un cagarro volador por entorchado. Hasta que me entra sed y me voy al bar. Me siento en la terraza, me pongo la mascarilla por montera y me aprieto unos botellines mientras contemplo a los parroquianos. Otra media hora de observación, más o menos.
Haciendo un mixto entre la psicología,  estudio de la conducta humana, y la etología, que estudia el comportamiento animal, el resultado es francamente favorable a los gorriones, por mucho que se me caguen encima. No he escuchado a ninguna de esas aves paseriformes quejarse por nimiedades, desear el mal ajeno ni perder las amistades por cuestiones políticas.
Dos conclusiones saco a la sombra del toldo del bar. Primero, que lo más sensato, no estando a la altura de un pajarillo, es no decir ni pío. Y segundo, y no menos importante, que la cerveza, por supuesto Mahou, en verano, está perfecta en torno a cinco grados centígrados.

martes, 14 de julio de 2020

Quédese el cambio...

- Quédese el cambio...
La propina es famélica recompensa para la lección impartida. En un Madrid estival y pandémico, en el que hasta la noche parece asustada, el asiento trasero de un taxi es un Aula Magna y la disertación de chófer, una lección magistral.
Borracho y reseco, le levanté la mano en un Paseo de Recoletos fantasmagórico, con las cicatrices aún frescas de las amputaciones de los turistas, huérfano de rugidos de motores, final de etapa de una vuelta en la que sólo figuraban como inscritos los repartidores de comida rápida en bicicleta.
Bajaba de intentar comprar en un bar escondido un antídoto contra el veneno de la soledad, ese ungüento hecho de whisky escocés y música de Fleetwood Mac que tantas veces me había aliviado los vacíos. Pero, sea porque el producto había superado su hora de consumo preferente , sea porque el virús de la tristeza también hace mutar su cepa o sea porque el confinamiento trae efectos secundarios no descritos en el prospecto, la terapia resultó en agravante de los síntomas. El miedo a mi mismo desencadenó una caótica retirada, sin orden ni concierto, atropellándome yo sólo en el frenesí de la huída, hasta que un solitario camión de la basura, como un dinosaurio lento y escandaloso, me mostró la senda de los diletantes, que lleva a la agonía de los pensamientos, sin atravesar, eso sí, los salones del palacete de la hacienda y sin poner a Elizabeth Taylor en un brete innecesario a estas alturas.
Subí al taxi, deseé buenas noches al conductor, balbucí la dirección de destino, como si hubiere un destino, y me quedé en silencio escuchando la música. El taxista, máster cum laude en psicología aplicada, como todos los taxistas y camareros con experiencia, no me incomodó con esa pregunta inoportuna sobre que itinerario prefería. Y se ahorró una respuesta con el noveno círculo del infierno, las catacumbas de Roma y el gabinete del Doctor Caligari como estaciones intermedias.
Sonaba un son sudamericano, de esos que no tengo etiquetados en mis catálogos musicales. Tal vez cumbia, bachata, vallenato, corrido o chachachá. O ninguna de las anteriores. Pero era razonablemente lento y aceptablemente armónico.
Me di cuenta que clavaba sus ojos en el espejo retrovisor. Precaución de veterano. No temía de mi un atraco, sino un incontrolable acceso de náuseas. Y la mascarilla le hurtaba buena parte de mi expresión, de manera que me buscaba en la mirada los indicios. No pude evitar sonreír embozado, pero leyó la sonrisa en la arrugas de los párpados y, por simpatía, como explotan los productos inflamables, y nada más inflamable que el sentido social, los suyos también sonrieron.
Le dije que no se preocupase. Que iba bien. Aunque deduje que le tranquilizó menos el texto del discurso de lo que le escamó la prosodia. Y rezongó algo sobre bañar las penas en vino y acabar ahogado.
Recogí los jirones de mi dignidad, levanté la barbilla y giré la cabeza para mirar por la ventanilla. Madrid me hacía ningún caso, con razón, que comparado con los beodos pendencieros del Siglo de Oro, los bolingas de hoy somos colegialas de las ursulinas. Sin capa, ni espada, ni sombrero de ala ni orgullo que defender.
Mientras, la ciudad se dejaba caer a velocidad constante, desierta casi siempre, afónica y diríase que también ensordecida.
Los semáforos fueron superados, los monumentos cumplieron con su función monumental, cruzamos los cruces, curvamos las curvas y llegamos al río, donde cualquier pretensión de cosmopolitanismo se diluye a diario entre patos comiendo migas de pan de manos de ancianas caritativas. Aclaro, caritativas con las anátidas, que la caridad, a diferencia del valor en la mili, no se debe dar por supuesta salvo constatación de sus destinatarios, de entre los cuales, sospecho, los no palmípedos quedan excluidos en la mayor parte de los casos.
Cruzamos el puente, con sus candados de compromiso eterno y su hedor a cieno permanente, metáforas espontáneas de eso que llaman amor, y nos acercamos al fin del recorrido.
Para el taxi y el contador. 14 euros. Busco en la cartera. Cuando levanto la vista, el taxista me está mirando.
- Usted va cargado con un saco de amargura, amigo. Y lo malo de la amargura es que es una simiente que agarra en cualquier terreno. Usted cultiva semillas de tristeza y las riega con whisky y va plantando desilusión y angustia en las almas. No habla por no delatarse, pero tiene los ojos llenos de agonías. Hágaselo mirar. Es un consejo.
Y aquí estoy, con un whisky en la mano, escuchando a Coltrane en la oscuridad y pensando que un euro de propina es mucho más barato que la tarifa que me habría aplicado un psiquiatra. Y confiando en no haberle amargado la noche al taxista.

domingo, 12 de julio de 2020

BABIA Y SOMIEDO 3/3

Tras comprar provisiones en alguna de la tiendas de San Emiliano, nos vamos a Somiedo, para lo cual tomamos con el coche la carretera del Puerto de la Ventana, pasaremos por Torrebarrio, lugar de partida de una durísima andada que sube a Peña Ubiña, cuyo espectacular macizo tenemos bien visible y cercano desde este caserío. Antes de llegar al Puerto de la Ventana sale un desvío a la izquierda que nos lleva a Torrestío, donde se acaba el asfalto, aunque el camino continúa, ya de tierra, tres kilómetros más hasta el Alto de la Farrapona, a 1.708 mts. de altitud, límite entre León y Asturias, donde hay un parkin, inicio de nuestra ruta, de la cual tenemos abundante información en un cartel, y que está bien señalizada.

Podemos hacer la ruta que recorre los cuatro lagos más cercanos, que serían unos 8 kmts. ida y vuelta, sencilla y toda por pista forestal, o prolongando hasta el Lago del Valle, convirtiéndose en 16 kmts. ida y vuelta, más dura por la distancia y por el terreno, de dificultad moderada según el letrero.

Nos lanzamos a por esta última, convenientemente equipados y provistos de agua y comida, echándonos a andar tomando desde al parkin la pista forestal (solo abierta al tráfico rodado de vehículos autorizados) que en suave descenso bajo unos impresionantes cortados rocosos y con excelentes vistas del Valle de Saliencia, nos deja en tan solo unos 15 minutos en el Lago de la Cueva, precioso por sus dimensiones, por el color de sus aguas y por el espectacular circo que lo rodea, compuesto de montañas donde se mezcla un verde intenso con el grisáceo de la roca.

Seguimos la pista, que a partir de aquí coge una fuerte pendiente y pasa por los restos de una antigua mina. Según ganamos altura vamos obteniendo mejores vistas del lago anterior, hasta que coronamos el alto que lo separa de la pequeña Laguna de la Mina, cubierta de vegetación, tras la cual veremos el indicador para desviarnos unos pocos centenares de metros y llegar a la Laguna Calabazosa, más grande aun que la de la Cueva, con su bellísimo entorno.

De vuelta a la pista, poco después estaremos junto al Lago Cerveriz, estrecho y alargado, protegido por un imponente macizo en la orilla contraria.

A partir de aquí la pista se convierte en una senda que atraviesa varios kilómetros de verdes praderíos con suaves ondulaciones, donde los rebaños de vacas pacen tranquilamente. Después, a través de un collado en el que hay una fuente-abrevadero, entramos en el valle donde está el Lago del Valle, discurriendo a partir de aquí la senda (siempre bien señalizada) por medianías pero siempre en ligero descenso, con unas vistas maravillosas.

Desde distintos puntos de este tramo vemos en toda su totalidad el recorrido de la otra manera de llegar al Lago del Valle desde el pueblo asturiano de Valle del Lago, cercano a la localidad más conocida de Pola de Somiedo. Desde la aldehita de Valle de Lago, donde se aparca el coche, una pista forestal en ascensión nos conduce hasta el lago en 6 kmts., ruta muy transitada por senderistas, ya que es la más recta y fácil.

Nosotros, desde el lugar donde estamos en nuestra ruta desde la Farrapona, abarcamos unas vistas que nos permiten observar esos 6 kmts. de pista con el caserío de Valle del Lago a la derecha y el Lago del Valle a nuestra izquierda, al cual nos vamos acercando poco a poco, descubriendo sus enormes dimensiones, su islote en el centro y el circo montañoso que lo rodea.

Una vez en la orilla, podemos recorrer por una senda sus dos kilómetros de perímetro, pasando por cabañas de pastores y diversas playas de hierba en las que pastan las vacas, un auténtico remanso de belleza natural y tranquilidad, buen lugar para descansar y comer algo para reponer fuerzas antes de volver al Alto de la Farrapona por el mismo camino, teniendo en cuenta que ahora en el regreso tenemos más subida que al venir, aunque no de gran dificultad. Esta vuelta nos permitirá disfrutar de nuevo de estos maravillosos paisajes desde una perspectiva distinta.

Una vez en la Farrapona, cogemos de nuevo el coche para bajar hacia Torrestío, pero antes de llegar aquí, bajo del vehículo para observar tranquilamente la panorámica del caserío en primer término con el macizo de Peña Ubiña al fondo, y me pongo a reflexionar de nuevo sobre el dicho popular: "Estar en Babia". Ahora que conozco esta comarca pienso en qué bien empleada está la frase. Sí, aquí me abstraigo de todo, aquí, ante tanta belleza, mi mente se aleja de lo cotidiano y me transporta a un mundo mágico como si no existiera otra realidad, y mi imaginación se desborda. Me viene a la memoria el nombre del caballo del Cid, Babieca, que procedía de estas tierras cuyos pastos de calidad dieron y siguen dando equinos de gran fortaleza física, y sus vacas, ovejas y cabras carnes y leche de gran prestigio.

Como dice el "Himno a Babia":

Viva Babia, viva Babia viva Babia que es mi tierra lo más guapo de León y también de España entera.










Saludos

EL RURAL
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