sábado, 23 de noviembre de 2013

La meta

Los había ido perdiendo uno por uno. Ella, la más débil en apariencia, la de los consejos de manual, tan criticados, había sobrevivido a sus compañeros. Hidratarse en abundancia, usar ropas que cubran completamente la piel y mucho abrigo para las noches, nunca caminar de día... Mario, sin una vestimenta adecuada, había amanecido congelado después de una tormenta de arena que les voló las carpas. Ernesto desvarió un día entero, consumido por el sol atroz, antes de entregarse, mientras ella le humedecía los labios, desesperada.
Debía estar cerca de la ciudad, más bien le era vital, ya que casi no tenía agua y la mayor parte de la comida se había perdido en la tormenta. En los últimos días se había arreglado racionando unas barras energéticas, a las que dividía en porciones mínimas. Su mayor miedo era morir sola y ser tapada por la arena, sin más testigo que el cielo. Ansiaba llegar al final de ese viaje absurdo que había comenzado como una competencia cargada de erotismo. Estaba segura de que lo lograría, pero el tiempo se escurría entre sus dedos resecos. Una última noche para avanzar era el plazo que había calculado. Más allá de esas horas, no le quedarían fuerzas. Acurrucada bajo las mantas, se durmió, con una mezcla de confianza y desazón definitivas. La despertaron la luz y el silencio.


Andrea Pappini

viernes, 22 de noviembre de 2013

El talón de Sansón

Desde que el mundo es mundo, es decir, desde que una mujer hizo pecar a un hombre y tuvo la consideración de condenarnos a una vida finita, se han contado las cosas como le ha dado la gana a no sabemos quién. Hoy la cuento como la veo yo. Trabajo cuidando a un anciano doce horas, no tengo contrato (cobro el paro) y he decidido cobrar un poco menos que la chica peruana que trabajaba antes porque necesito la pasta, la vida es muy injusta. Durante años hemos crecido creyendo en un Dios buena gente, que aunque a veces se “equivoca” y castiga en vida a los desheredados del mundo terrenal con la aspiración inequívoca de ser premiados con la vida eterna, otros, disfrutan del parnaso aquí en la Tierra, sin acertar a saber si lo harán después también en el otro paraíso. En esta mezcla de dioses, políticos y seres humanos, nos encontramos con una nueva especie sin peligro de extinción, la generación de jóvenes que pagarán nuestras pensiones. Seres inocentes y sin picardía, concienciados con la crisis en la que los han involucrado sus padres y los bancos, y que a pesar de creer que el talón de Aquiles es lo que no van a pagarle a Aquiles en el banco, de no saber si Dalila era la novia de Dalí, si a Sansón le cortó el pelo Ruper “te necesito” y si  Letizia, princesa y periodista, tiene algún parentesco con Cenicienta, crecen con la ilusión de ofrecer a sus padres la posibilidad de salir de la crisis fichando por el Madrid o haciendo carrera en Hollywood, terminando finalmente de colaboradores de Sálvame, hecho que les honra, pero no estaría de más, que aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, supieran que Madrid es la capital de España, ese país democrático, con monarquía parlamentaria (no sabemos por cuánto tiempo), que pertenece a la C.E.E. y limita al norte con Francia y forma junto a Portugal la península ibérica, amén, claro está, de ser la selección campeona del mundo. He de decir a su favor que todos hemos colaborado en esta situación de caos y analfabetismo infantil y juvenil, a mí también me cuesta a veces saber si el PSOE es de centro izquierda, lateral derecho, juega de defensa o encaja todos los goles de su adversario y colega PP, con Mariano de árbitro. Lo único que nos faltaba era privatizar la educación, entonces que Dios nos pille confesados por el próximo Papa, si es que alguno se atreve a serlo. Pero, por encima de todo, tenemos que admitir que nuestros hijos saben más inglés que nunca gracias a Dora la exploradora y que son capaces de hallar por Internet los secretos de Noos; no en vano son adictos a una esponja amarilla y son capaces de memorizar el nombre de trece millones de pokemon. A estas alturas, no estoy segura de vivir en la desquiciada España o en la equilibrada Fondo de Biquini. Con tal panorama y viendo que esto no lo arregla ni Garzón, intento no caer en el desvarío del pesimismo que nos invade y voy a  salir a tomarme una caña con lo que me queda del paro, que como vivo en Granada, por lo menos la tapa me sale gratis.


Isabel Gamarra García

jueves, 21 de noviembre de 2013

Trama

Si alguien sigue las líneas que llevan al corazón del laberinto sin acabarlo, habrá desgastado alrededor de dos milésimas de gramo de grafito y con ello socavará parte de las posibilidades de quien recoja dicho instrumento para un uso posterior, pues entonces uno tendrá que extraer un sacapuntas de la mochila con hoyos y afeitar la madera lo suficiente para poder proseguir con esa manía muy de uno de completar las cosas. Más aun, al continuar con la tarea de llevar esa otra línea navegando entre sus congéneres hasta el corazón aparentemente vacuo de un laberinto impreso en papel periódico, tendrá como consecuencia que uno no vea al amigo de la infancia saludarlo desde la banqueta más allá del ventanal del autobús; situación que acabara por diezmar el perfil moral del susodicho amigo y orillarlo a cometer aquel suicidio del que tantas veces nos habló, y en el que lo implicara a uno como cómplice. Acontecimientos tan burdos sucederán en los pocos segundos que sobran del afable atardecer de Junio, y así, para cuando uno acuda a la cita, encuentre a la amada y le invite una hamburguesa; toda una serie de eventos promete ya descalabrar los planes de buen ciudadano y transformarlo a uno en un precoz fugitivo. Es así como se inaugurará una feroz cacería con las fuerzas del orden y una búsqueda por la verdad, que al final de tan ardua y épica persecución a través de la ciudad, los túneles del metro, la serranía, un deshuesadero de autos, y un muelle de carga, culminara en un encuentro con el amigo vuelto némesis, quien dándole a uno la espalda y luego con el arma en la mano, confesara que siempre supo los efectos del actuar de uno sobre su complicado perfil psicológico. Alumbrados por un camión incendiado y las luces de sirenas aproximándose, nos dirá que el alfil de la balanza es parte de una conspiración internacional por controlar los precios del petróleo, y cuyo plan de acción se desencadenó al empezar aquel laberinto a medias, dejar el lápiz achatado y bajarse de prisa del bus cuando desde el ventanal se le ve uno en la parada.


01

miércoles, 20 de noviembre de 2013

El portavoz

Cuando la CNN difundió la noticia del inminente apocalipsis –hasta entonces había sido sólo un rumor– el hombre desconectó el móvil, cogió su cazadora y salió de casa sin cerrar la puerta con llave. En dirección sur, fue esquivando a las parejas que copulaban encima de cualquier coche, a las hordas de borrachos, pirómanos y violadores que se extendían como un eclipse sobre el margen de la ciudad. Con las manos en los bolsillos, a paso rápido, intentaba mantener la mirada al frente.
Evitando sobre todo los bares y las iglesias atestadas de gente que trataba de ganar el cielo a empujones y golpes, consiguió llegar al último reducto de bosque que de milagro sobrevivía en los alrededores. Poco a poco, un aroma verde, limpio, que casi había olvidado, fue derrotando al olor a sudor, fuego, sangre y humo que lo acompañaba desde la ciudad. Le dolían los pies pero continuó avanzando. Además del olor quería dejar atrás el sonido, inimaginable, atroz, de la humanidad desbocada. Cuando tropezó con un minúsculo arroyo –apenas un metro de ancho– se quitó las botas, se remangó los pantalones y se metió de un salto. Siguió el refrescante cauce hasta que llegó a un pequeño claro que dejaba entrever el cielo.
Salió del arroyo, se sentó recostado en un árbol, encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada. Mientras, un gorrión lo miraba con la cabeza inclinada desde un arbusto cercano. El hombre apagó el cigarrillo. Cogió una piedra, un par de florecillas y un puñado de tierra, los olió y, dirigiéndose al gorrión, murmuró: Espero que podáis perdonarnos.


Ian Links

martes, 19 de noviembre de 2013

Réquiem

El hombre camina por la habitación. En una esquina, el tocadiscos entona el Réquiem de Mozart por octava vez. Sobre el piso yacen una pelota de goma, un portarretratos roto, partituras a medio llenar. El hombre escucha con atención la fúnebre melodía: está convencido del error. Pero también sabe que el genio no perdonará el agravio, su descrédito ante el mundo. El Réquiem persiste y sus oídos hacen un gran esfuerzo por acomodar su percepción, obligarse a sí mismo a gustar la excelencia de aquella pieza, como lo ha hecho toda la Humanidad. Pero es inútil. Las exiguas notas se le antojan una carcajada en la propia cara del muerto. Otra vez vuelve a colocar la aguja en el principio; y luego de secarse el sudor de las manos, se dispone a enmendar el minúsculo desacierto, reescribiendo la partitura. De pronto, tocan a la puerta. Un sobresalto estremece al hombre. Mira al tocadiscos, intentando concentrarse, ignorar la puerta. No quiere abrir, teme a la Máscara, sabe que esa fue la razón por la que el músico fallara. Los toques insisten. Es Mozart quizá, seguro viene a impedir que se descubra su error. No abrirá. Se levanta y sube el volumen del tocadiscos. Pero ahora los golpes resuenan en su cabeza, huecos, estridentes. Estallan. Se cubre los oídos con las manos. La máscara acude, le invade la mente y se detiene frente a él. Lo mira fijo y se le acerca más. Él retrocede hasta arrinconarse de espaldas al aparato. Con un súbito desespero, se voltea, coge el tocadiscos y lo arroja contra la figura. El Réquiem se estrella en la pared. Sin embargo, la imagen persiste. El hombre grita, una, otra vez. Por el largo pasillo, resuenan los pasos de las enfermeras que corren a su celda.


Ketty Margarita Blanco Zaldívar

lunes, 18 de noviembre de 2013

Regreso a la vida

Yo vivía en mi pueblo trabajando de pastor. También obtenía algunos ingresos trabajando las huertas que tenía en la vega del río.
 La vida de pastor es dura: gran parte del día con el rebaño por los montes buscando pasto o por los rastrojos, tú solo, con frío, con calor, con lluvia, ayudando a las ovejas preñadas a parir, y cargando después con los corderos recién nacidos, sin horarios, muchas veces sin fiestas, con pocas vacaciones... Y cuando no estaba con el rebaño, andaba "doblando el lomo" en los huertos.
 Tenía la sensación de llevar "una vida de mala muerte", que quería abandonar en cuanto pudiera.
 Y la oportunidad se presentó. Gracias  a un familiar, y por mis conocimientos en materia hortofrutícola, me coloqué en una empresa de viveros en la gran ciudad, y me alquilé un pisito pequeño pero coqueto, suficiente para mí solo. Estaba tan feliz que veía el mundo a mis pies.
 Pero no tardé en darme de bruces con la cruda realidad. En el trabajo, viendo que me desenvolvía mejor que nadie, los compañeros empezaron a hacerme la vida imposible, viéndome como un duro rival en sus aspiraciones de progresar a mejores puestos dentro de la empresa. En casa, tuve la desgracia de que me tocaran unos vecinos cuyo comportamiento era lamentable: música alta todo el día, voces, golpes y todo tipo de ruidos. No me dejaban vivir. Ni hablando educadamente con ellos cambiaron de actitud.
 Lo de salir por la noche era una actividad de alto riesgo, ya que las peleas estaban al orden del día. Además, siempre veía coches por todas partes circulando a toda velocidad y con música estruendosa, en el metro lo de "dejar salir antes de entrar" era una quimera, enormes colas para realizar cualquier gestión, atascos, delincuencia, nadie respeta a nadie....
 Viendo que el panorama laboral, vecinal, y social no era muy alentador, decidí volver al pueblo. Me hice cargo de nuevo de las ovejas y de los huertos, tras haberse ocupado de todo ello mi tío durante mi estancia en la ciudad.
 Ahora estar con las ovejas por el monte me parecía algo hermoso, la soledad me resultaba gratificante, ver nacer un cordero era algo maravilloso y emotivo, y estar trabajando en mis huertos "doblando el lomo" me llenaba de felicidad.
 Había redescubierto mi anterior vida, con la diferencia de que ahora sabía valorarla y disfrutarla, y era feliz con lo que hacía. Había recuperado mi vida. Había regresado a la vida.


El Rural

domingo, 17 de noviembre de 2013

En mi atalaya

     Estoy en el pueblo y es verano. Acabo de comer y en estas horas centrales del día hace mucho calor. Detrás de mi casa está la montaña en cuya cima se encuentra  un gran torreón de vigilancia, de la época en que el río Duero fue zona fronteriza y de luchas entre moros y cristianos. Es un buen lugar para pasar la calurosa sobremesa, allí arriba corre fresquito, y la subida no son más de 10 minutos.

     Cojo mi libro (que no falte) e inicio la subida, durante la cual no hay ninguna sombra, por lo que acelero mi paso  con el deseo de llegar arriba cuanto antes, y cobijarme en la sombra que dan los muros de la torre.

     Cuando llego al pie de ésta, se me escapa una sonrisa irónica al ver el letrero que explica algunos datos históricos y actuales sobre ella. Viene escrito en español y en inglés, como si por aquí pasara algun mortal que hable otra cosa que no sea el castellano...

     Observo la atalaya, alta, ancha, de gruesos muros, más grande, sin duda, que la Torre del Homenaje de muchos castillos. En la azotea se ve el revoloteo de las chovas piquigualdas, que tienen su guarida entre las almenas. Bajo éstas, me llama la atención la marca que aún permanece, después de siglos, de algun líquido que fue lanzado desde arriba contra los que estuvieran en ese momento tratando de conquistar la torre, probablemente aceite hirviendo.

     Actualmente, tras su rehabilitación, se utiliza de manera puntual como centro cultural y de exposiciones. Precisamente, es un uso cultural el que me trae hasta aquí: la lectura. Junto al muro Este, donde da la sombra a esta hora, hay una roca con forma de silla, junto a un enebro, que es donde me siento para leer. Las condiciones para concentrarme no pueden ser mejores: estoy cómodo, fresco y en medio de un gran silencio, solo roto  a veces por el canto de las chovas.

    
     Pero hay algo más en este lugar que te hace levantar  la mirada del libro de vez en cuando: las impresionantes panorámicas que desde aquí se observan. Se puede intentar hacer una descripción, pero nunca será lo mismo que estar allí y verlo con tus propios ojos: el valle del Duero durante decenas de kilómetros, con sus sotos, sus montes, sus encinares y pinares, sus pueblos, sus campos cultivados, sus viñedos, sus huertas, y al fondo, hacia el sur, el Sistema Central.


     Y así, entre lectura y observación, paso mi sobremesa veraniega en "mi atalaya".

     Se ha hecho media tarde y es hora de bajar, lo que hago con cierta nostalgia, que se me pasa enseguida al pensar que ahora toca introducirse en alguno de los parajes naturales que desde arriba observaba.

     Segun me alejo, echo la mirada atrás y, como si la torre me oyera, se me escapa una frase: "Adiós, mi atalaya, y gracias. Hasta mañana".


                                                                                                      EL RURAL...
                                                                              ...desde la torre de Langa de Duero (Soria)


Licencia Creative Commons
La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.