viernes, 12 de agosto de 2016

Buscaba un bar

Buscaba un bar. Como un preso busca la libertad o un pirata un tesoro enterrado. Alcohol y música. Nada más. Cuando te pierdes, lo mejor es intentar encontrar un punto fijo donde recuperar la orientación. Y descansar. Por eso buscaba un bar. Lo buscaba como un moscardón en la penumbra busca la luz. Se sentía como eso precisamente.

Pasó del sol lánguido de diciembre a una sombra cálida. Un vistazo al bar. Una barra larga. Madera oscura. Gran reserva.

Era un tiempo en que las novelas de intriga eran novelas de amor con muerto, en que nada quedaba del Padre Brown ni de Hércules Poirot, en que los crímenes eran tan groseros en la literatura y el cine como en la realidad. Los agentes secretos eran mercenarios de una empresa norteamericana y los llamaban contratistas, un guiso sabroso era un pegote de masa indefinible en el centro de un plato como el albero de Las Ventas y ser persona de bien se reducía a llevar un polo con un anagrama de prestigio en el lateral izquierdo.

El camarero era un muchacho rubio, sin duda británico, con el pelo revuelto y aire despistado. Le habló en castellano, reconociendo sin duda por lo cetrino de su piel el origen autóctono del cliente. Pidió una pinta de rubia. En copa helada.

Desde la vidriera policromada, Heany, Seamus de nombre, como el gran Peter O'Toole que bebía whisky en compañía de una Duquesa en Sevilla, le miraba con expresión distraída. Le envió un brindis casi imperceptible. Tampoco hay motivo para más celebraciones con un poeta.

En el taburete de al lado, otro hombre seducía a otra cerveza. Tan rubia y tan helada como la suya. Por un instante, un pulso entre sus miradas. La de la experiencia contra la de la juventud. Ojos de caimán contra ojos de toro. Nadie en su sano juicio se atrevería a apostar.


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