viernes, 2 de noviembre de 2012

Periodista

Periodistas. Hablamos de periodistas con un desparpajo que resulta insultante para los verdaderos profesionales. Ya es hora de que separemos el grano de la paja.

Un periodista es un profesional que persigue la verdad para ponerla a disposición de los ciudadanos. Que arriesga su trabajo y a veces mucho más, para informarnos a todos. Qué es capaz de enfrentarse con los poderes establecidos con la única intención de dejar al aire los hechos descarnados.

Luego están los opinadotes sectarios, afines a una determinada corriente política o económica, que se dedican a justificar lo injustificable, enturbiar la realidad cuando no favorece a sus mentores y, en último caso, si es preciso, arrojar mierda al ventilador para que salpique a todos y diluya la culpabilidad de su representado. Algunos/as llegan a convertirse en auténticos comisarios políticos accediendo a cargos públicos relacionados con la información. En España hay múltiples ejemplos, vinculados a los dos partidos políticos que detentan el poder desde hace más de veinte años. Estos no son periodistas.

Y hay una tercera categoría, la de los especuladores del morbo, esos que se dedican a traficar con las tragedias y las miserias, esos que explotan hasta el límite los hechos luctuosos o las vidas de los demás. Que encuentran su sustento en diatribas morales sobre los errores privados de los otros, o en sesudos análisis sobre las desgracias ajenas. Con el añadido de una tendencia inequívoca a convertir todo ello en un espectáculo. Esos, tampoco son periodistas.

Kostas Vaxevanis es un periodista griego al que han querido encarcelar porque ha revelado una lista de sinvergüenzas que, para enriquecerse aún más, han defraudado económicamente a un pueblo ya defraudado hasta el hastío por la golfería de sus poderes públicos. Pero, esta vez, la Justicia ha hecho bien una parte de su trabajo. Ahora sólo falta que condene a los que están en la lista. Aunque eso ya…

Kostas es un periodista. Miembro de una especie en extinción. Esa especie que se niega a permitir que la primera víctima de la guerra, hoy de la política y las finanzas, sea la verdad. Mucho respeto por ellos y nunca insultarles llamando “periodistas” a paniaguados y sátiros.

martes, 30 de octubre de 2012

Capitán Rick

- ¿Monsieur Rick?

- Oui

El camarero, solícito, le aproximó la bandeja de plata sobre la que reposaba la tarjeta. Con esa elegancia natural que tiene para todo, mi amigo se disculpó y se levantó para leerla manteniendo la discreción.

- Pas de réponse…

Volvió a sentarse y se quedó pensativo por un instante. Como le conozco, no quise entorpecer el recorrido de sus cavilaciones y apuré mi cerveza.

Con un tenue gesto de reconocimiento, volvió a la conversación, no sin antes vaciar su vaso y solicitar otras dos cervezas al camarero. El sol de invierno entibiaba el muelle del puerto de Marsella lo imprescindible para hacer grata nuestra estancia.

Un flamante Hispano-Suiza se deslizó lentamente por la calle empedrada, y me pareció ver en el rostro impasible del “chauffeur” un ápice de desprecio. Mis pensamientos volaron con una ráfaga de viento y con la llegada de nuestras cervezas, adornadas con un enorme plato de verdes olivas. Retomó la conversación después del primer sorbo.

- Quisiera explicarte…

- No es necesario, amigo mío…

- Es una larga historia…

Me atreví a interrumpirle.

- Entonces, será una historia de amor.

La complicidad brilló en su sonrisa. Treinta años hace que soy su primer oficial. Treinta años a su lado, observando como permanecía impasible en mitad del más fiero de los temporales, como desconfiaba de las calmas y que satisfacción le producían los leves vaivenes de las marejadillas.

- Los griegos siempre tan soñadores. Aunque aciertas.

Yo sabía que acertaba. Ese destello que le cruzaba los ojos al avistar el litoral marsellés. Ese regresar al barco con aire ensimismado. Ningún marino pasa tanto tiempo en tierra si no es abrazado a un salvavidas con nombre de mujer. Eso lo sé por experiencia.

- La más hermosa de las damas. La más gentil, la más apasionada, la más perfecta obra de arte que la Naturaleza haya sido capaz de esculpir.

Le gusta bromear con mi nacionalidad. Dice que se siente más seguro en el puente de mando con un descendiente de los primeros navegantes que surcaron el Mediterráneo, pero que le preocupa que yo aún crea en deidades primitivas. Él, precisamente él, que ahora definía con sus palabras a una Diosa.
- Me juró que partiría y le juré que nunca regresaría. Ninguno de los dos cumplió su palabra.

- Impropio de un norteamericano faltar a una promesa.

- Impropio, pero imprescindible.

Se hace el silencio, mientras pasea su mirada por los mástiles de la flota amarrada. Yo juego con una aceituna antes de echármela a la boca.

- Tuve que volver para no tener que cambiar de barco. Amo a la “Sonatina” mucho más de lo que creía. Ese buque es fiel, dispuesto a hacer lo que le pidas sin una queja, y sólo en sus entrañas me siento realmente seguro.

Entiendo lo que me dice, y lo que no me dice. Ese buque es un cascarón sólido, batido por mil tempestades, pero quiere decir además que no quiso cambiar de tripulación, que no pudo dejar atrás a ese grupo de hombres curtidos y taciturnos que siempre le respetaron y obedecieron con fe ciega. Hombres entre los que yo me cuento.

- Cuando regresé, se había informado de los atraques, y mandó a buscarme, con una tarjeta similar a esta. Hace ya tres años.

Vuelve a callar. No puedo eludir la pregunta.

- Pero, Capitán… ¿Qué te impide volver a encallar en su playa?

Me mira muy fijo, con sus ojos azules.

- Al entrar en la bocana, contemplando Marsella, entendí que tenía que perderla para conservarla siempre. Qué solo olvidándola podría recordarla.

Una gaviota se deja arrastrar por las corrientes de aire, inmóvil en el cielo. Nunca deja de sorprenderme el Capitán Rick.

Sonatina


El “Sonatina” atracó en el muelle 2 del puerto de Marsella la tarde del 19 de abril. Casi al pie del buque me esperaba la puerta abierta del Hispano-Suiza oscuro. A pesar de los años, Ludovic lo mantenía en perfecto estado; me saludó cortésmente y se hizo cargo de mi maletín. Me senté a popa, en el asiento de estribor, pues nunca consentía en que viajase como copiloto. Su conducción era tan elegante y educada como él, y me permitía disfrutar del reencuentro con la ciudad.
Me dejó a la puerta del Hotel Meridien, junto a la Canabiere, que conservaba el aire decadente de siempre, y pasé directamente al comedor, donde Solange ya me esperaba para cenar. Conteniendo el impulso, pospusimos las efusiones, y resolvimos el saludo con un formal besamanos. Estaba muy bella. La cena, frugal y breve, sirvió para alimentar la inminencia del encuentro, y acostumbrados al silencio de las ausencias intercambiamos más miradas que palabras. Al terminar, el ascensorista nos condujo a la quinta planta, donde nos aguardaba la misma habitación.
Nos abrazamos con avidez. La urgencia hizo el primer beso atropellado, pero el reconocimiento y la certidumbre de los labios, lo volvieron intenso y sereno. Luego ya nada fue apresurado. Solange se desnudo muy despacio para mí. Hubiera aceptado morir en ese momento con tal de contemplar aquel espectáculo si no fuera por tener la certeza de que después ella sería mía. Cuánta emoción sentí al contemplar la perfección de su espalda; cuánta al percibir el perfume de su cuerpo, generoso en hermosura y fuego. Y el seísmo interior al asir sus caderas de nuevo. Derrochamos nuestro caudal sin escatimar, empleando los cinco sentidos, abandonados al único propósito de arder por completo durante los dos días, alternando el sueño y la febril vigilia.
Por supuesto que no era nuestro primer encuentro, pero siempre me lo parecía, y en esa ocasión más que nunca. O es que tal vez la memoria me hace evocarlo así. La misma memoria que ahora me recuerda la pregunta que tantas veces me había hecho en la mar. ¿Hasta cuándo querría una mujer tan distinguida como la dulce Solange compartir su amor con un capitán de barco, de incierto futuro y oscuro pasado?
La respuesta llegó el mismo día en que mi buque debía partir. La noche había sido de nuevo cómplice callada de nuestra pasión sin tregua. Permanecíamos desnudos, tendidos sobre la cama. Solange me tomó la mano, y sin dejar de mirar al techo, pronunció lo que yo nunca hubiera deseado escuchar.
- Cuando vuelvas, no estaré aquí.
Continuamos cogidos por las manos y en silencio. Nada podía objetar, porque sabía que nada más le podía ofrecer. Sólo proferí una burda promesa, no exenta de quijotismo.
- Entonces jamás regresaré.
Aquel día nos despedimos como siempre, pero para siempre. Sin palabras y con un cálido beso. Ludovic me llevó al muelle donde descansaba el “Sonatina”, dispuesto para zarpar.
Nunca supe los motivos de la desaparición de Solange, aunque se me ocurrirían muchos. Yo no mantuve mi promesa, y regresé. Pero ella, sin saberlo, tampoco cumplió la suya, porque cada vez que volví a Marsella, allí estaba para mí, y aunque no la vi más, sentía que estaba esperándome en aquella habitación del hotel, dispuesta a desnudarse lentamente.

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La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.