viernes, 1 de noviembre de 2013

Hombre corriendo

El hombre llegó corriendo al aeropuerto, pero fue inútil: perdió su  avión. Unas horas  más tarde, mientras se encontraba en su casa, vino a enterarse  de que el avión en el que no pudo viajar se estrelló  a  escasos minutos de remontar vuelo.  Limpiamente  había ascendido desde la pista color cemento  para hundirse en un cielo claro y celestón y, allí mismo, se confundió con el aire cuando la llamas se lo tragaron con una voracidad sólo conocida a esas elevadas alturas. Pocos días después el hombre salió a las apuradas  de una sucursal de banco  media hora antes de que entraran los ladrones que tirotearon contra las  ventanillas y la gente que hacía fila. Quedaron los cuerpos apiñados sobre una alfombra gris, algunas manos apretaban unos cuantos billetes y otras quedaron estiradas, vacías, inmóviles. Transcurridos apenas unos  pocos días, como de costumbre, apremiado por el   estrecho margen de tiempo con que contaba para llegar a su trabajo,  el hombre esquivó su camino ordinario y eludió el puente justo en el momento en que ese puente se quebró.  Un tendal de autos salidos de su cauce fue la imagen que pudo ver por la noche en el noticiero de la televisión.
-No es bueno vivir tan apurado- opinó su doctor de cabecera  no bien terminó de tomarle la presión y hacerle el clásico gesto de que todo estaba   en su sitio porque le sobraba salud.
Al salir del consultorio del médico fue justamente su urgencia por llegar a horario a su próximo destino, la que evitó que una pesada maceta que se descolgó de un balcón cayera sobre la cabeza de ese mismo hombre que, absorto, se quedó mirando hacia arriba un largo rato. Pero arriba  ahora no había más que aire, aire y cielo.   A un   costado del árbol  fue posible ver el cuerpo tendido de una mujer  cuya aura flotaba ingrávida e iba ganando una altura que nadie desde la tierra es capaz de distinguir. Entonces, en ese  exacto instante, el hombre escuchó  algo parecido a un susurro: “Ya no te vas a escapar más”.  El timbre de voz no le resultó extraño,  sin embargo  vibraba con una cadencia alucinante. La voz de la muerte  suele tener ese tono y esa suave ondulación con subidas y bajadas que invita a la  inquietud y a la sospecha. De modo que precisamente para escaparse,  el hombre empezó a correr a lo loco, desesperado. Corrió sin descanso y de tanto correr se resbaló y en ese resbalón se deslizó la muerte y los dos, la muerte y él,   siguieron corriendo. Corrieron y  corriendo juntos, tan juntos que  si alguien los hubiera visto  desde lejos  sin duda habría creído que eran una misma cosa.


Irma Verolín

miércoles, 30 de octubre de 2013

Desterrados


… En medio de un país que se niega
a dar cuenta de nada ni de nadie.
“ La Multitud Errante”. Laura Restrepo

Siempre se lo dije al compadre cuando clareaba el día:
no tema Rómulo, que al cabo si seguimos juntos,
vivos y de vecinos,
es porque aún no es la hora.

Y entretanto por todo y tantas palabras dichas
sólo asentía y escondía su rostro del sol.
… Y el día que Chiguirito,
Como llamábamos a mi ahijado de cariño,
partió con esos hombres,
supimos lo que ya temíamos de tiempo atrás:
ese día dejaba de ser niño para convertirse
en perseguido y perseguidor de una vida
sin errante y sin libertad.


Mario Bashur

Ataque de pánico

Puede que sí, que tus falsas amenazas sean un ataque de nerviosismo infantil, ése que te apodera de vez en cuando. Pero la boca rabiosa y las ganas de llorar se sienten.
Si te he acompañado hasta aquí  no es sólo porque te quiero sino porque a veces dan ganas de tirarte o de tirarse contigo a volar sobre estos cielos de Valparaíso, sin pulóveres, sin bufandas.
Es cierto, de tu mano no he huído jamás, ni de tu boca, ni de tus falsas promesas de no subir más a las azoteas, ni de lo malgastado de tu mente.
Y qué importa si tu vida no es más que eso: un sueño que se te hace realidad, donde quiero ser parte de él, de tus recuerdos, de tu propia historia, una Rayuela en que no salgo en ninguna frase y que ése maldito de Cortázar nunca pudo suponer que lo que no hizo se convertiría en lo más de joder que hay para mí.
La historia se escribe y esa manía de escribir en las paredes cuando no hay hoja en blanco y tener que recorrer toda la ciudad tratando de encontrar los versos dispersos en las puertas, murallas, bares, escaleras, pasillos y tener que traspasarlos al cuaderno que compré sólo para esto, es agobiante, por no decir angustioso al tratar de ordenar (mi cualidad máxima), aquello que para cualquier peatón es sólo un par de palabras vacías. Y ni hablar de los recorridos que sé caminas para dejarlos y confundirme más. Así  no se llega a ningún lado, porque las frases huyen de una manera terrible y aparecen cuando menos lo esperas.
Así llegaste a mí, nuevamente, como un relámpago en el vidrio. Hace tiempo que no te veo y qué. Me cuesta trabajo decir: -que te vaya bien, hasta luego, nos vemos en la otra vida.
Recuerda que la vida no avanza con los brazos flojos y la camisa que no suda ni una porquería no es por culpa de nadie, es tuya, le perdiste el miedo a la muerte y estando en esta azotea, yo le tengo miedo hasta a las corrientes de aire.
- Bájate de ahí- te grito sudorosa y nublada.
Bajas tranquilo, yo me desmayo tras de ti.

Priscilla Beas Fernández

martes, 29 de octubre de 2013

La próxima, pago yo

Había estado trabajando de cocinero en un pueblo de la Costa Brava. El establecimiento hotelero albergaba a turistas alemanes procedentes de “turopereitors”; algunos de ellos, los turistas, cogían la tajada el primer día y no la soltaban ni para subir al autobús el día del regreso. Le pusieron un ayudante de cocina que resulto ser un mangui descubierto por casualidad. Una noche, camino de San Pol de Mar, los motoristas les dieron el alto y pidieron documentación. Volvieron a Canet y aclarada la situación, los guardias fueron hacía Calella con el “motorista” y éste, enseguida, les dio esquinazo en la población. En general, fue un verano muy divertido ya que existía una escuela de telares donde había muchos estudiantes de procedencia hispanoamericana y estos, por naturaleza, eran muy juerguistas y bullangueros. Y como no, surgió la atracción hacia una chica de Barcelona camarera del hotel. Pasado el verano, una tarde fue a verla a su casa en Pubilla Casas, en Les Esplugues de Llobregat. Esperó en un bar en el cual había un joven de más o menos su edad apoyado en la barra, sentado en un taburete. Todo ello, carecería de interés excepto por un dato: el chaval llevaba metido entre el cinturón y la tripa, de punta no hombre, un cuchillo cocinero de no menos de un palmo de largo. Muchas veces ha recapacitado Miguel sobre el asunto. Entablaron conversación y enseguida se dio cuenta de que no era el típico matón de barrio o macarra asilvestrado dispuesto a rajar al primero que se le cruzara delante de la testuz. Pero tampoco era cosa de tomárselo a la ligera pues su madre le había enseñado que “el macho manso mata al amo”. Dialogando, le hizo ver al armado el peligro que para sí mismo podía acarrear el pelapatatas: “Si te encuentras con un camorrista o un chulo de esos pendencieros que no tienen nada que perder, puedes salir muy mal parado, tú no eres así, hazme caso y deshazte de el”. Como en un milagro, el chaval partió sobre su pierna la hoja del cuchillo separándola del mango y haciéndolo inservible. Con un tremendo alivio por haber solventado aquella situación tan complicada que pudo volverse en contra suya de haber sido el noi un tipo agresivo, lo felicitó y le dijo: “Amigo, acabas de hacerte un favor; la próxima, la pago yo”.
No salió tan bien a Miguel el asunto que le había llevado hasta allí. Habló con Antonia, que así se llamaba la chica, pero rechazó seguir siendo su amiga. Para aquella pelirroja que le tenía sorbido el seso, él solo había sido un entretenimiento pasajero; se vengó del cocinero que el año anterior la había tomado como conejillo de indias, se volvieron las tornas. Cuando quería tomarle el pelo, extraña forma de hacerlo vive dios, le decía que se quería ir de puta a los bares de alterne de Sarriá. Manda guebos. Pero eso sí, sus besos sabían a gloria. Para ahogar su fracaso, decidió darse una vuelta por las calles sant Pau y Escudellers en busca de amor. “Esta, también habré de pagarla yo”.


Juanito

lunes, 28 de octubre de 2013

Ventana

Por debajo y detrás de todo está la tristeza arañando sus propios contornos, en su demoledora, deslumbrante certidumbre. Casas, puertas, ventanas, mundo, rodean los almanaques y los días, todo eso envolvió cada detalle y la redondez de la vida aquella mañana especialmente, una mañana parecida a otras, una mañana bastante fresca. Entonces la mujer hizo un esfuerzo y logró asomarse a la ventana, inclinó su torso con dificultad y en el borde vio un bicho zancudo que caminaba torpemente. Observó un poco mejor y supo que en realidad al pobre insecto le faltaba una de sus patas. “No vas a ir muy lejos”, pensó. El aire flotó alrededor casi desmayándose. ¿Qué hacer? Ella tuvo la tentación de aplastarlo con un simple palmoteo de su revista, hubiera sido tan sencillo estirar el brazo y tomar el semanario que había comprado el día anterior. Pero no. Se dedicó a observarlo un rato más que se fue estirando con el sonido de las voces de unos niños que corrían en el patio de la escuela vecina, como si el tiempo mismo también quisiera enterarse del asunto en cuestión. Algunas imágenes volvieron y se desplazaron, melancólicas, por su mente: muchachas corriendo a lo largo de una playa donde el mar se deshacía, interminable, rítmico, y acaso también un cuadro al óleo con bailarinas envueltas en tules evanescentes, un dos, un dos, la punta y el talón, otras imágenes más veloces, caballos, muchos caballos, juntos trotando sobre un camino de pedregullos. Mariposas, mariposas de colores. Ahora la mujer movió su cabeza para detenerse en la hilera de edificios, una brusquedad del paisaje con la que nunca se había podido poner de acuerdo. Y volvió a contemplar el bicho zancudo. Lo miró con piedad, aspiró desde muy adentro el aire enrarecido de ese barrio fabril, cerró suavemente la ventana y, con mucha lentitud, tomó sus muletas, fue hasta la cocina a prepararse una sopa, una sopa humeante, imaginó, una sopa que se le resbalaría entre los dientes.


Irma Verolín
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