miércoles, 21 de septiembre de 2011

Mi mujer...

Mi mujer, cuando discutimos, suele recriminarme lo de las alfombras.
Y lo entiendo. Estoy harto, pero lo comprendo.
Cada vez que recuerdo aquella tarde, siento un puntito de culpa que mi estómago no es capaz de digerir.
He tardado años en darme cuenta de que, en ese momento, hacerme cargo de mis necesidades era más importante que satisfacer mis deseos, que se olvidaban a sí mismos en el vagón de cola.
Los de Pilar ni siquiera viajaban con nosotros. Eran una constante molestia de la que solía librarme con unas buenas dosis de indiferencia y una cucharada sopera de reproche si la ocasión lo requería y se ponía insistente.
Mantenía ante ella una ficción, en la que, como el sheriff del pueblo no necesitaba de nada ni de nadie para resolver mis propios asuntos y los de todos los demás.
Hacerle entender la inconveniencia de lo que sentía, y ya no digamos, de lo que estaba deseando en ese momento, resultaba relativamente sencillo. Terminaba convenciéndola con todo tipo de argumentos contundentes, de la imposible satisfacción de esas demandas entusiastas con las que me abrumaba constantemente .
Si era necesario, recurría a un justificado cabreo que me instalaba en un cómodo silencio eximido de contar lo que me pasaba a mí y la señalaba a ella como única responsable de mi amargura.
Una manera estúpida de enfrentar la tarea de encontrar una salida cuando te has perdido y no quieres preguntar a nadie cual es la manera de llegar...
Aquel domingo, el calor caía sobre nosotros como mermelada de grosellas.
Paseábamos aquel cabrito que aún debía estar vivo cuando descendió por nuestras gargantas y nos lo reprochaba a cada paso con repetidas cornadas de coces y balidos. Estaba juguetón y no encontrábamos la manera de que se tumbara sobre la hierba para soñar con el mundo mejor que le habíamos prometido.
El abrasador pueblo de fin de semana con olor a moscas estaba bien surtido de comercios de todo tipo en los que íbamos abandonando, sin que llegaran a enternecernos, todo tipo de disparates, incluido, un consolador griego confeccionado con la piel de un toro tizón y descomunal que se anunciaba en enormes letras doradas como juguete personal de la mismísima Cleopatra.
De reojo, pude apreciar el interés que despertó en Pilar durante un instante, la mirada ansiosa que me alcanzó rebuscando en un cesto de enormes llaves oxidadas y el manotazo con el que desechó la comparación.
En el centro del local de madera y té rojo brillaban, amontonadas unas sobre otras, las malditas alfombras de colores increíbles, a un precio nunca visto, elaboradas en un material sin igual y las dimensiones exactas para el dormitorio de nuestra residencia habitual, vamos nuestra casa de toda la vida de Dios.
Aquellas esterillas de mierda, que con el paso del tiempo, han sido elevadas a la categoría de alfombras voladoras, sumieron a mi mujer en un estado de coma que hubiera llegado a preocuparme seriamente, si no fuera porque minutos más tarde lo abandonó ella solita con un grito de guerra que aún no he conseguido desalojar de mis oídos y que, lamento admitirlo, me acompañará hasta el día de mi muerte.
Después, todo fueron argumentos. "Son justo las que estábamos buscando". Y yo, "Son caras" Y ella, "¿Pero que dices?" "Si son las que tienen el mejor precio de mercado", "Mira lo dice aquí en la etiqueta".
Y luego, cada vez más enfadada, "Que son las que yo quiero", "Que no, que no vamos a mirar en otro sitio" "Qué el color hace juego con nuestro matrimonio".
Y yo, cada vez más nervioso, "No sé", "Ya encontraremos otras cuando llegue el momento apropiado", "No serán las únicas que estén esperando ser adoptadas en este mundo", y sobre todo, "No estoy preparado","Hoy, no".
Mis pupilas se agarraban con fuerza al motivo de nuestra discusión. A ella no quería ni ponerle la vista encima por si acaso sus ojos enrojecidos y desorbitados lo entendían como una provocación y, en vez de unas alfombras, nos acompañaba de regreso a casa alguna lamentable pérdida personal.
Tenía suficiente con esquivar los golpes que me daban sus berridos.
¡Cómo era posible que aquella loca que había tomado el timón de mi dulce esposa, no fuera capaz de entenderme!.
Me sentí tan frustrado que me hubiera herido la sola presencia de la bruja, aunque permaneciera  pulsado el botón de silencio durante toda la emisión de aquella antigua película costumbrista.
Al final, se quedaron todas y cada una de ellas donde estaban, expectantes, mientras presenciaban esta particular manera de entenderse y de regresar a las posiciones iniciales.
Me dieron lástima la verdad, pero ese día,  me había dejado la paternidad en casa. A cambio, para desgracia de mi mujer y de las putas alfombras de los cojones, no me había olvidado de traerme el intestino grueso, en aquellos tiempos, muy amigo de mi cerebro y ambos, animados por las cervezas que me había tomado yo, tramaron esa negación tontorrona  por la que aún estamos cumpliendo condena en la prisión de "cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor".

Publicado por Alicia

1 comentario:

  1. El mundo de las relaciones de pareja contado de forma magistral...

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