lunes, 2 de julio de 2012

El Dr. Coyote y las terapias alternativas


Acudí a mi terapia quincenal con el Dr. coyote para tratar mi adición a los escotes. Era la tercera sesión, y la verdad, no notaba mucha mejoría, porque por la calle iba asomándome a los balcones que albergaban los bustos femeninos, con gran peligro de recibir bofetones. Pero como la terapia estaba basada en la desensibilización, o sea en ver vídeos de damas con pechos prominentes, y en unos medicamentos a base de orujo, seguía yendo, sin que los 40 euros de la consulta me parecieran desaprovechados.
El portal estaba tan cochambroso como de costumbre. No había placa alguna que anunciase al Dr., lo que no carecía de lógica porque era una consulta ilegal (establecimiento desregularizado, lo llamaba él). Subí al segundo piso sorteando algunas manchas en cuyo origen era mejor ni pensar, y llamé al timbre. Mientras trataba de quitarme una sustancia pegajosa que se me había adherido al dedo con el que había llamado, oí unos pasos en el interior. Cuando esperaba ver a su asistenta, una mulata de metro ochenta y cinco con el pelo como Michael (Jackson o Hasselhof, da igual), el propio Dr. Coyote me abrió la puerta.
- ¡Hombre! Me viene al pelo su presencia. Mi secretaria, la señorita Bigmelons, ha sufrido un ataque de caspa brava y me ha dejado colgado durante un rato. Usted hará su trabajo hasta que regrese.
- Pero… - intenté protestar.
- No se preocupe, es muy fácil. Sólo tiene que abrir la puerta, pasarme a la gente y hacer lo que yo le diga. Y sobre todo, no decir ni una palabra. Hala, póngase esta bata, que estará a punto de llegar algún cliente, quiero decir algún paciente.
Enseguida sonó el timbre y fui a abrir. Entró un hombre con aspecto de quinqui que miraba a todos los lados como si le siguiese alguien, mientras se rascaba compulsivamente la entrepierna.
- ¿Está el matasanos? – preguntó. Asentí con la cabeza y le invité a entrar en la consulta.
El Dr. Coyote le esperaba tras su mesa. Se levantó y le tendió la mano.
- Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle?
El quinqui me miró, y luego al Dr., con nerviosismo.
- Pues aquí, por la zona sur, que me corre un comezón…
- ¿Cómo dice? ¿Puede ser un poco más concreto?
- Que me pica el toblerone, joder.
- Ah, comprendo, por favor, bájese los pantalones.
El tipo obedeció, y un olor nauseabundo invadió la sala. Tuve que volver la cabeza para no vomitar, y el Dr. Coyote no se acercó ni a 50 cm. Vio aquello y le dio una caja.
- Tómese estas pastillas y tenga paciencia, que ya se pasará.
- ¿Cuántas pirulas de éstas me tomo, jefe?
Cien cada 6 horas, pensé yo, a juzgar por la peste que despedían sus partes pudendas. Después de pagar la minuta, y de que el Dr. le asegurase que el hecho de que las pastillas hubiesen caducado 5 años antes no influiría en su recuperación, abrimos la ventana para ventilar aquello.
Enseguida volvió a sonar el timbre. Esta vez entró una chica de treinta y tantos años, toda vestida de cuero y con los pelos como si los hubiese metido en el acelerador de partículas de Ginebra. Y a base de ginebra debía ser su dieta, a juzgar por su aliento.
- ¿Y este pavo quién es? – dijo al verme.
- Es que mi secretaria está haciendo un master de perfeccionamiento, éste es mi ayudante interino. Es extranjero, recién llegado de… Camboya, y no entiende bien el castellano. – Tuve que contener la carcajada. - ¿Cómo se llama Ud., señorita?
- ¿Para qué quiere saber mi nombre?
- Pues para la historia clínica, claro.
- Es que no me fío nada, que luego la bofia se entera de todo. Bueno, pues me llamo… Marina. Marina D’Or.
- Bien, señorita, err, Marina. ¿Y qué le pasa?
- A mí nada, es a mi maromo, está al llegar. Es que no me rinde. Está más caído que el culo de Nefertiti, y yo, que quiero candela, pues nada de nada, dice que son los nervios, pero el caso es que nada de nada.
- Entiendo. ¿En qué trabaja su, ejem, novio?
- Es el guitarrista de “Mocazo peludo”. – Ante la cara de pasmo de ambos, aclaró. – El grupo de trash-metal, joder.
En esto entró sin llamar el guitarrista. Le arreó un buen bocado a la chica antes de decir nada.
- Ya le has contado al Dr., ¿verdad, nena? Dr., ya he ido a varios sanadores, porque usted perdone, no confío en los médicos. Pero es que no he mejorado nada. Y aquí a la churri, no la saques del “a mi burro a mi burro le duele la cabeza”. - Yo permanecía atónito sin mover un músculo. El guitarrista me miraba de vez en cuando con recelo. - ¿Y éste, que no dice ni mu?
- Es que es camboyano. – Le aclaró la novia.
- Ah, vale. Pues eso, que no sé qué hacer, que yo me pongo y parece que sí, pero luego no, y los bajos no me carburan. Un colega mío me habló de que es usted experto en magnoterapia. – El Dr. Coyote asintió. – Eso es lo de los campos magnéticos, ¿no?
- En realidad no, se trata de una desinhibición de conductas a base de sustancias coadyuvantes, en este caso, el Magno, varias veces al día. Puede tomarse con hielo, y en caso de necesidad, sustituirse por otra sustancia, Soberano, Terry…
El Dr. le programó un tratamiento a largo plazo, mientras la encuerada me tiraba pellizcos a mí, lo que atribuí a la posible Beefeater-terapia que debía seguir ella. Al poco de marcharse, apareció la interesante señorita Bigmelons, cuyo escote me hizo emitir un aullido.
Y llegó el momento de mi consulta. El Dr. Coyote me prescribió, además del habitual, un nuevo tratamiento de choque escandinavo. Me mandó comprar la colección de DVD's de “Busty Hottestrom y las suecas tórridas”, uno cada 8 horas. Parece que voy mejorando.

2 comentarios:

  1. Pues yo pedezco el mismo síndrome...Me lo trato con Anís Las Cadenas y mejor no estoy, pero soy feliz....

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  2. Delirante y delicioso. Seguiría leyendo ese diario toda la tarde, muy bueno.

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La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.