miércoles, 13 de febrero de 2013

Paisajes Desde el Tren 1 - Los Trenes de la Muerte

 
     Voy a trabajar en tren, me parece más económico, más seguro y más ecológico que el coche, tardo más, pero puedo ir leyendo, pensando, escribiendo, durmiendo... Cojo el metro para que me lleve a la estación de cercanías, como no me gusta esperar, salgo de casa con el tiempo justo. Aún así me han sobrado unos minutos, me siento en un banco y me dispongo a leer un poco. El banco se queja con un chirrido al notar mi peso, abro el libro y comienzo a leer, las palabras corren enlazando su mensaje, me pierdo en el mar de las letras. Despierto de mi sopor al notar cómo el banco en el que estoy sentado vuelve a protestar cuando alguien más se sienta sobre él, justo al extremo contrario de donde me encuentro, no le presto atención y sigo con mi lectura.

     El tren se acerca a gran velocidad y va frenando al llegar a mi andén... Las puertas se abren y se intercambian pasajeros. Subo los dos escalones y busco asiento, siempre que puedo me siento cerca de una ventana, no me quiero perder nada del paisaje. Arrancamos, el tren coge velocidad y, aunque quiero ver el paisaje, estoy tan inmerso en la lectura que no veo más que palabras, de fondo se oye el traqueteo del tren y voces que no entiendo me llegan como un murmullo distante.

     Sigo leyendo, pero interrumpo la lectura al escuchar una voz: "próxima estación Santa Eugenia", mi cuerpo se estremece al recordar que en esta estación unos salvajes hicieron estallar un tren parecido al que estoy en este momento, lo mismo me ocurre al pasar por cada una de las estaciones en las que estallaron los llamados "trenes de la muerte" ese triste 11 de Marzo en el que nos mataron a todos un poco. Ya no puedo seguir leyendo, noto una punzada de dolor en el estómago y una sensación de vacío y de claustrofobia que me ahogan. Me imagino (aunque no quiera) los trenes volando en mil pedazos, los muertos y heridos esparcidos por las vías, me acuerdo de aquel señor que murió porque se libró de una primera explosión y, cuando iba a ayudar a los heridos, le alcanzó de lleno una segunda explosión; pienso en el dolor de tanta gente, los servicios de urgencias desbordados... Y pienso de manera egoísta que tengo suerte, que en caso de volverse a producir algo parecido, lo más probable es que a mí no me alcanzaría, puesto que a la hora que voy no es hora punta; no hay muchos viajeros, y esos hijos de puta lo único que quieren es hacer el máximo daño posible.

     Intento apartar esos pensamientos de mi mente, pero no puedo, siguen machacándome con fuerza. Mi cuerpo se vuelve a estremecer mientras mi mente entresaca recuerdos. Aquel día la solidaridad venció al terrorismo, fue el día en que por una vez Madrid quedó en silencio, horrorizada por la barbarie terrorista, fue el día en que por una vez todos los madrileños se volcaron por el bien común, en el que por una vez toda España (y gran parte del mundo) se sintió Madrid.

     Recuerdo la gran manifestación: dos millones de personas unidas contra el dolor. Había quien gritaba, había quien tenía un nudo en la garganta que le impedía gritar, quien lloraba a voz en grito o en silencio. La persistente lluvia no impidió a la gente manifestar su dolor "¡no está lloviendo, Madrid está llorando!" "¡Íbamos todos en ese tren!"... Por una vez nos unimos gente de todos los colores, culturas, credos, edades y niveles sociales para hacer lo único que podíamos: desahogarnos, gritar para soltar la rabia, llamar a los terroristas por su nombre: "¡hijos de puta!", demostrarle a los bárbaros que no iban a interferir en nuestra vida, que no les tenemos miedo porque somos más fuertes que ellos.

     Doy un pequeño salto atrás y evoco la tarde del mismo 11 M, cuando fui al centro de transfusiones a donar sangre y la enfermera me dijo emocionada: "lo sentimos, no puede donar, estamos desbordados, hay tantas donaciones que no nos da tiempo a procesar la sangre".

     Recuerdo lo rápido que se restableció la normalidad pocos días después de los atentados, la estación de Atocha convertida en un altar, el calor de las velas, velas que tapaban las notas de solidaridad, de protesta, de amor, de recuerdo, de ausencia..., notas que tapizaban los suelos, las paredes, los cristales del vestíbulo principal de la estación. Recuerdo...

     Mientras escribo esto en mi bloc de notas, me doy cuenta de que estoy atravesando los Montes del Pardo. A ambos lados bosques de encinas, a mi derecha unos ciervos dejan de beber en su abrevadero para ver el tren pasar, un río salta entre las piedras. Mis ojos siguen a una rapaz pequeña de cuyo nombre no me acuerdo, pero el tren me aleja de ella y ya no sé dónde va. Cientos de caminos se entrecruzan escalando lomas, sorteando valles, comunicando vidas. Es invierno, pero el Sol calienta como en primavera. Hay vida.

Eduardo Martínez Sotillos

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