miércoles, 27 de febrero de 2013

Planta 43

Sentado en el banco del parque rememoraba la historia.

Todos los días coincidía con ella en el ascensor, exactamente a las diez y media de la mañana. Se saludaban, levantaban la barbilla para dejar la vista en un punto cercano al marcador de los pisos y salían al soportal de la Torre. Trabajar en las plantas superiores del edificio más alto de Madrid es una buena forma de controlar el tabaquismo, porque se perdía la mayor parte del descanso bajando y subiendo.

Ella tendría unos cincuenta años, pero era una belleza de ojos enormes, de curvas sinuosas, de labios sensuales. Él, veinte años más joven, tenía que reconocer que lo que le despertaba, en cada ascenso y descenso, era deseo. Deseo puro y duro, deseo animal, deseo descarnado, deseo cruel, deseo brutal. Para acentuar su deseo, ella siempre vestía minifaldas ceñidas y abismales escotes. Así que bautizó aquellos trayectos como “las travesías del deseo”, y, una vez sentado al volante de su coche en el garaje, casi cada día, su último recuerdo antes de volver a casa era para ella.

En un rascacielos de cuarenta y cinco plantas, por muy ligero que viaje el ascensor, el trayecto de la última al subsuelo lleva un puñado de minutos y siempre hay paradas intermedias en las que entra y sale gente. Pero aquella tarde en la que el invierno se empeñaba en disfrazarse de invierno, con su sombrero de nubes grises, su capote de lluvia y su bufanda de viento, todo fue distinto.

Las luces de las oficinas ya se habían apagado y el ruido amortiguado de personas en movimiento y máquinas en actividad había desaparecido. Cuando coincidieron en el hall de la planta cuarenta y tres, le pareció más hermosa que nunca. Ella le miró fijamente. Se abrieron las puertas, entraron, se situaron muy cercanos y el clic metálico del ajuste de la cancela del camarín y el golpe en el pulsador de la planta sótano fueron los pistoletazos de salida de la lujuria. Le besó la boca, le mordió los labios, enlazaron las lenguas, las manos se recorrieron las orografías palpando lo palpitante, los botones de la camisa y el cierre del sujetador fueron víctimas de la pasión, hundió la cara en sus pechos, le subió la falda hasta la cintura y le arrancó la última prenda interior que le separaba de su objetivo, y ella no fue menos y le despojó de todo, y le acarició con los dientes y le tatuó la espalda con las uñas, y le ofreció su dorso y él se dejó absorber por su calido interior, mientras la música de los jadeos y los gemidos se confundía con los acordes de Kenny G.

No se dieron cuenta de que la puerta estaba abierta hasta que el atónito chofer uniformado no pudo evitar exclamar:

- ¡Señora Directora!

Sentado en el banco del parque pensaba donde podría encontrar otro trabajo.

1 comentario:

  1. es casi un POLICIAL, con la pista de la lluvia y la bufanda para el viento.
    me gusta esa lujuria que sueltan ambos, con ese golpe del final abrupto, que recién descubrí al leerlo por 2da. vez cuando empieza el tono de agua, en esa tarde DISTINTA.
    muy sorpresivo, muy RITMICO!
    muy bello y realista a la vez.

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