J. está mirando muy fijo la puesta de sol. No se me
ocurriría interrumpirle.
Cuando deja de mirar y se vuelve, me encuentra y sonríe.
Tiene una sonrisa tímida. A Juan, el Dios que fuere le ungió con dos dones. El
primero son unas retinas capaces de descomponer la belleza, para volver a
componerla a su manera. El segundo, unas manos capaces de plasmar esas
composiciones. Son unas manos nerviosas, permanentemente temblorosas salvo
cuando se aferran a un pincel o sujetan un cigarrillo.
J. es homosexual. Está aquí por beligerante, por arrojar
virtualmente un zapato a un gobernante prepotente y homófobo. Pero es el
ejemplo de lo que alguien puede hacer con su orientación sexual. Asumirla. No
es preciso publicarla, no hay que poner anuncios en prensa, no es la primera
información que se comparte con alguien a quien acabas de conocer. Pero forma
una parte importante de tu forma de vivir.
Me dice que el gobernante en cuestión también es homosexual.
Pero nunca, por convicciones religiosas, o morales, o por puro egoísmo
político, ha asumido esa realidad. Y se ha convertido en un reprimido rencoroso
que, bajo la apariencia de tolerancia oculta un profundo odio. Le aplica la
frase “Ni una mala palabra ni una acción buena”.
Me ofrece un cigarrillo y se levanta. Me quedo pensando en
lo que me dice mientras se va. Necesita fijar sobre el lienzo lo que ha visto,
y no puede esperar. Me quedo solo en las gradas del patio. Mirando los últimos
rayos de sol. Preguntándome por que motivo nos cuesta tanto aceptar a aquellos
que no se ajustan a esa plantilla ideal que alguien nos insertó en el cerebro.
Y cual es el motivo que hace que ser consciente de que tú mismo no te ajustas a
la plantilla puede convertirte en alguien infeliz para siempre.
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