miércoles, 9 de octubre de 2013

Irene

Irene se parece a Françoise Hardy en la época de Tous les garçons et les filles. Yo, en cambio, siempre me he parecido a Serge Gainsbourgh en su época más decadente, aun a los 20 años, aunque siempre he querido parecerme a Jaques Brel en la época de Quand n’on a que l’amour. Y sin embargo nuestra historia se parece a un tango, y es por mi culpa.
No soy un miserable, al menos no a sabiendas. O mejor dicho, soy un miserable, y el motivo no tiene importancia. Hace meses, cuando empezamos a salir, su tío murió. Era mayor, estaba enfermo, qué más da. La miré durante el funeral, mientras intentaba retener las lágrimas en su menuda figura, y me estremecí, aunque estábamos en mayo. Cuando llegamos a su casa, se echó a llorar. En un segundo su rostro se desencajó, y me pareció más bonito que nunca. Yo hice lo que se esperaba de mí, claro. Le acaricié el brazo, luego la mejilla, y luego la abracé. Y luego la miré mientras trataba de recomponer el gesto, y deseé que no dejara de llorar nunca. Sí, soy un miserable, pero sólo porque la quiero. Aunque eso no tiene importancia. Unas semanas después la hice llorar, ni siquiera recuerdo cómo, no recuerdo qué hice o qué dije que estaba mal, pero Irene se echó a llorar, y buscó mi abrazo, y yo se lo di. Y la miré mientras le secaba las lágrimas con los dedos, y sentí vergüenza de mí mismo.
Sí, soy un miserable, pero la quiero. Yo no quería acostarme con todas esas otras mujeres, ni siquiera quería estar cerca de ellas. Pero quería que Irene lo supiera, porque soy un miserable, o porque la quiero. No es culpa mía. Yo soy un miserable, de acuerdo, pero ella nunca me decepcionaba. Siempre se echaba a llorar, y aunque ya no podía abrazarla ni acariciarla, eso no tenía importancia. Me bastaba con mirarla. Así que seguí engañándola, claro, ¿qué otra cosa podía hacer? Puede que sea un miserable, pero no soy estúpido. Irene siempre me perdonaba. Se me ocurre que ella sabía que ninguna de las otras significaba nada para mí, que sabía que sólo la quería a ella, y no a las demás. Y que por eso volvía conmigo, una y otra vez. Y se me llegó a ocurrir, porque soy un miserable, que ella lo disfrutaba tanto como yo. ¿Por qué, si no, seguiría conmigo?
Hace cosa de un mes me dijo que había conocido a alguien. Ni siquiera traté de fingir sorpresa. He conocido a alguien que me hace feliz, dijo. ¿Feliz?, pensé. ¿Puede él hacerte llorar? Estuvo encantadora, a decir verdad. Comprensiva, atenta y justa. Cuando dejó la habitación, me eché a llorar como un niño. Fue muy hermoso.


Álvaro Sánchez-Elvira Carrillo

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