Esa mañana llegué a la estación de tren
más temprano que nunca. Me senté a esperar el servicio local de ocho y cuarenta
y dos, en uno de esos bancos de listones de madera que hay en el andén. Me dio
la impresión de que un pibe se persignaba al pasar por donde yo estaba. Luego
una mujer hizo lo propio mientras me echaba un vistazo. Debo admitir que me
sentí incómodo y por eso decidí prestarle mayor atención a aquello que estaba
sucediendo. Fue entonces cuando una señora de mediana edad detuvo su paso unos
instantes, entrecruzó los dedos de sus manos y, cerrando sus ojos, murmuró una
plegaria. Luego una madre le recordó a su hijo pequeño cómo santiguarse en mi
presencia. Yo seguía sentado sin atinar a hacer nada. La situación me superaba
poco a poco. Arribó el tren de las ocho y treinta y un mar de gente saltó sobre
el andén. Fueron varias las personas que a su paso me regalaron un gesto de
respeto, unas palabras secretas, un saludo fugaz o simplemente la señal de la
cruz. Comencé a pensar que si tanta gente me demostraba su fe, sería por algo,
y que yo no era quién para desairarlos. Así que a cada persona que se
manifestaba, decidí devolverle un gesto de aprobación, una sonrisa. Una pareja
mayor se acercó hasta que quedaron ambos enfrentados conmigo. Ella lo ayudó a
poner rodilla en tierra. Su cara quedó a la altura de mis rodillas. Dijo unas
pocas palabras mirando al piso. Quise posar mi mano sobre su cabeza pero no me
animé. Se levantó con esfuerzo y se fueron tan juntos como habían llegado.
Comencé a creer que se trataba de una señal que yo debía seguir. El destino
tiene sus propios caminos y, tal vez, estaba asistiendo al comienzo de una
nueva etapa en mi vida: dejar de acumular para empezar a dar. Aquella mujer de
negro me cogió sumido en mis propias cavilaciones. Traía en sus manos un ramito
de flores frescas, arrancadas quizás de algún jardín cercano. Ella se animó a
hablarme en forma directa. Me pidió permiso con sumo respeto y yo, por
supuesto, se lo di. Levantó las flores por encima de mi y, como relámpago vino
a mi mente aquella ceremonia de monjes tibetanos ofrendando a sus seres santos.
Me incliné levemente hacia adelante y la dejé hacer. Cerré mis ojos esperando
la lluvia de pétalos sobre mi cabello. Sentí como el aire se desplazaba sutil
al pasar sus manos. Nada sucedió. Abrí mis ojos nublados por la emoción y la vi
alejarse con las manos vacías. Me quedé sentado tratando de descifrar aquel
mensaje. Busqué ayuda elevando mi vista al cielo, implorando por alguna respuesta.
Rendido, apoyé mi nuca sobre el respaldo del banco y volví a ver las flores.
Suspendidas sobre mi cabeza. La extraña dama las había
dejado en un florero a los pies de la Virgen de Luján.
Gustavo
Adolfo Fracchia
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