miércoles, 30 de noviembre de 2016

Después...


Después del desastre, que no fue más que la conclusión de una interminable sucesión de ambiciones, navegó durante muchas jornadas. La superficie del mar convertida en una planicie infinita, una pradera azul sin flores, que se teñía de aquella luz grisácea en los amaneceres y los atardeceres, como si eso también se lo hubieran robado. 
La monotonía. Un solo decorado, una sola escena de una misma obra en un solo acto, un monólogo constante, una salmodia, un rezo de rosario eterno.
Cuando los hombres calentaron la tierra y mataron al hielo, el agua se hizo dueña de todo, Le robaron los bosques y las montañas, los pájaros, los caminos, la arquitectura. Absurdo que la lluvia le quitase hasta los ríos, y se llevase las palabras, las sonrisas, los aromas.
Se exprimía los ojos buscando un horizonte, y no encontraba sino penumbras, caricias mortecinas de una luna velada y estrellas agotadas.
Soñaba con la arena de una playa solitaria y la sombra de un sauce, y el sonido de un viento de otoño que hacía volar las hojas secas, y la risa de una niña y la música de una guitarra lejana.
Y acaba despertando en mitad de una pesadilla en la que todo se cumplía, y el tiempo volvía atrás y las ambiciones reinaban de nuevo. Acababa por abrazarse solo. Y gritaba, recitando estrofas de poetas muertos y cantando canciones de amor.
Cuando divisó el acantilado, se echó a temblar.

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