lunes, 10 de octubre de 2011

Un día en IKEA


Aquel sábado amaneció con un solazo prometedor, pero no tardaron más que un rato en aparecer los nubarrones, en forma de la voz de mi santa.
- Cielo, tenemos que ir a IKEA.
Mi mandíbula se debió desplomar hasta el suelo, como las de los dibujos animados, y no se me cayó la taza porque estaba enganchada al dedo.
- ¿Y eso? - respondí, tratando de aparentar calma por encima del pánico que me entró.
- Porque tenemos que devolver la lámpara de la habitación de tía Lili.
- ¿Y qué le pasa a la lámpara, está estropeada?
- No, pero a tía Lili no le gusta, porque dice que el casquillo es muy pequeño y se va a calentar mucho, y le da miedo. Y además la pantalla no hace juego con los colores que a ella le gustan.
Me cisqué en silencio en los conocimientos que tía Lili pudiera tener sobre casquillos, mientras pensaba que el único color que le pegaba era el negro negrísimo.
- Bueno, y además quiero mirar unas cosillas del nuevo catálogo - añadió.
Aquello ya no eran nubarrones, era una amenaza de temporal.
- ¿Y no podemos ir otro día?, porque hoy estará lleno de gente.
- No, porque hoy tenemos tiempo, y cualquier otro día tenemos que dejar de hacer otras cosas - dijo, llena de razón.
Nos ha jodido, pensé, y hoy tengo yo que dejar de leer el periódico y ver las carreras en la tele. El día parecía escogido adrede, un sábado de invierno entre dos “puentes”, justo cuando toda la humanidad aprovecha para devolver las cosas que no les gustan a las tías Lilis.
- Pero si tan mal te parece, no vamos - repuso, cambiando el tono de voz hacia un peligroso registro de amenaza.
Entendí a la perfección la advertencia y me callé. A la hora y media ya estábamos en el coche camino de ese paraíso del mueble de automontaje, donde con una llave Alen puedes construir una central nuclear. El tráfico se iba haciendo más denso a medida que nos aproximábamos al lugar.
- Puede que hoy haya un poco de atasco - dijo ella.
“Un poco de atasco” era una fila de coches a doble carril más larga que la Gran Muralla; parecía como si toda la población estuviese huyendo a la vez.
Cuando una hora después conseguimos entrar en el recinto del centro infernal (digo, comercial) se presentó otro de esos momentos bonitos, teníamos que aparcar; nosotros y los otros setecientos mil coches que nos acompañaban. Dimos dieciocho vueltas por el aparcamiento, pero todos llegaban antes que nosotros a la plaza que se quedaba libre.
- Mira, mejor nos bajamos nosotros y tú vienes ahora, ¿vale? - dijo, viendo que los niños iban a empezar a tirarse de los pelos, como mínimo. - Pero no tardes - añadió.
Por un momento pensé en largarme, pero dos vueltas después pude encajar mi cacharro en un espacio mínimo, no sin disputarlo casi a ladridos con otro sufridor que también lo quería; me solidaricé con él pero aparqué yo. Era un sitio estupendo, a tropecientos metros de la entrada, así que di un agradable paseo por el parking, entre las maldiciones del resto de conductores. Cuando llegué al vestíbulo, todavía encontré a mi familia en la entrada, saqueando la tienda sueca.
- Qué cosas tan buenas tienen aquí, vamos a llevarnos unas cuantas.
¿Buenas? Yo sólo veía chocolate sueco, patatas fritas suecas, pan tostado sueco, que tenían un aspecto parecidísimo al chocolate, las patatas fritas y el pan tostado que habitualmente compramos en cualquier tienda, pero con nombres raros.
- Hala, vete pagando, que vamos a tomar un desayuno sueco, que es muy rico y está en oferta.
La cola de pagar hacía zigzag con doble tirabuzón, y tenía no menos de cuarenta personas; maldije a S.M. el Rey de Suecia, a Ingmar Bergman y a ABBA, y aguardé mi turno. Después de abonar la cuenta, mi prole ya casi había hecho la digestión.
- Hala, paga el desayuno, y entramos. Ya te tomarás tú algo después.
La nube negra que tenía sobre mi cabeza se iba agigantando por momentos. Una vez saldé mi deuda, llegó la hora de verdad: íbamos a la tienda. Ingenuo de mí, pensaba entrar por la línea de cajas, para ir a buscar directamente las lámparas.
- ¿Pero dónde vas? Por ahí no, vamos por la entrada, desde el principio, para hacer todo el circuito.
Casi me pareció leer arriba el “abandonad toda esperanza…” al franquear la puerta de aquel lugar del que sabes cuándo entras, pero no sabes cuándo saldrás.

(Continuará)

Capítulo segundo: Un día en IKEA (II) 

1 comentario:

  1. Podían poner sobre la puerta "El comercio os hará libres.

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