jueves, 24 de julio de 2014

Me declaro culpable

Esta mañana dejé mi honestidad en un pasillo del supermercado. Como todos los sábados resuelvo la compra semanal a las corridas. Que los yogures, el queso, los jugos en caja. Lleno el carro a los trompicones sin esmeradas lecturas a las etiquetas. Pero mi aspecto maternal (anchas caderas, apurado moño, ropa deslavada) llevó al hombre a tocarme el brazo. Señora, me dijo con esa voz suave del que pide disculpas, ¿Usted sabe que talla sería para ella? Detrás de su dedo  índice la barriga imponente de una niña de unos ocho años llenó el espacio. Lamenté los kilos de pan y papas fritas. Miré el estante, unos simpáticos display con forma de corazón contenían tres calzones de colorido diseño. No le entra ninguno, pensé. Pero mi boca me traicionó. Esa le queda, dije señalando la talla más grande. La niña me agradeció con una sonrisa triunfal, mientras sus dedos regordetes ya hurgaban en la estantería. Empujé mi carro y me compadecí de su cara de decepción cuando abriera el display en su casa. Estaré lejos, me dije con cobardía. Y después me pregunté ¿quien soy yo para aplastarle la ilusión a una niña de ocho años? Me respondí al toque: Seré un buen chivo expiatorio, e imaginé a la gorda mordiendo ansiosa un trozo de pan, y diciendo con la boca llena: "Por culpa de la vieja del supermercado los calzones me quedaron chicos".


Maritza Ramírez Suárez

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