Me
apeo del autobús. Son más de las once, una vez más. Estoy cansado. En noches
como hoy, me gusta bajarme una parada antes y caminar despacio esos cien metros que separan una estación de otra, envuelto en esa farsa de silencio que produce Madrid, que en realidad
nunca calla, mientras me fumo un cigarro.
Me
parece escuchar una flauta. Al otro lado del río. Busco con mis ojos pequeños y fatigados, como si los ojos pudieran atrapar la
melodía. Hay un tipo que marcha por la otra orilla. Y toca una
música lenta y sincopada. Me gusta.
Anda
a trancos largos. Debe ser más joven y más ligero que yo. Calculo
que, si al llegar al puente gira, nos encontraremos al final de la
pasarela. Lo deseo. Y sucede.
Se
deja ver cruzando. Tendrá veintipocos, alto, moreno, con una mochila
y una flauta plateada que sopla con los labios y acaricia con los dedos.
Tiene mucha más prisa para caminar que para hacer sonar el instrumento.
Se
me aceleran los pasos vacilantes de hombre desanimado, para no perder
distancia con él. No, no con él. Con el sonido que crea. Mis
piernas cortas multiplican el ritmo. Él sigue andando con zancadas
decididas.
Me
acuerdo de repente del flautista de Hamelín. Rebasa el cruce y sigue
recto. Mi costumbre me hace torcer a la derecha. Se pierde la música
con él, entre las sombras que le dibujan las farolas.
Llego
al portal sin saber si soy un niño o una rata.
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