domingo, 12 de abril de 2015

Cuaderno de bitácora del día centésimo segundo del 2015


Tengo problemas con la autoridad. No me refiero a la cuestión civil. Me refiero al sentido de la autoridad. Y no porque yo sea un rebelde sin causa, un díscolo recalcitrante o un inadaptado social. Bueno, lo último igual sí, pero por otros motivos.
Mis cuitas sobre la autoridad son más bien inversas. No consigo, ni en la mejor de mis interpretaciones, representarla. Mis hijos han conseguido metaforfosearme en el auténtico y genuino “pito del sereno”, lo que representa que cualquiera de mis indicaciones termina con la sensación de que decirles nada es como tener un tío en Alcalá, que es no tener tío ni tener ná. En román paladino, no hacen ni el huevo.
Aunque hago memoria y me parece que esto ya lo he vivido yo, pero en pasiva. Con mi padre. A mi madre, que deja a Agustina de Aragón convertida en una dulce y pusilánime doncella cuando es menester, no me he atrevido nunca ni a toserla. Pero a mi padre le escuchaba a veces como un remoto rumor, ininteligible. Lo que pasa es que, cuando quería algo, me doblaba el brazo por el cariño. Un chantaje emocional con alguien tan cariñoso como mi padre no lo resiste ni Chuck Norris.

No sé si esto se hereda, se aprende por imitación o es una pura cuestión de suerte. Pero voy a tener que empezar a trabajarme las caras de tristeza y decepción. Por si cuela.

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