Tengo problemas con la autoridad. No me refiero a la cuestión civil. Me refiero al sentido de la autoridad. Y no porque yo sea un rebelde sin causa, un díscolo recalcitrante o un inadaptado social. Bueno, lo último igual sí, pero por otros motivos.
Mis
cuitas sobre la autoridad son más bien inversas. No consigo, ni en
la mejor de mis interpretaciones, representarla. Mis hijos han
conseguido metaforfosearme en el auténtico y genuino “pito del
sereno”, lo que representa que cualquiera de mis indicaciones
termina con la sensación de que decirles nada es como tener un tío
en Alcalá, que es no tener tío ni tener ná. En román paladino, no hacen ni el huevo.
Aunque
hago memoria y me parece que esto ya lo he vivido yo, pero en pasiva.
Con mi padre. A mi madre, que deja a Agustina de Aragón convertida
en una dulce y pusilánime doncella cuando es menester, no me he
atrevido nunca ni a toserla. Pero a mi padre le escuchaba a
veces como un remoto rumor, ininteligible. Lo que pasa es que, cuando
quería algo, me doblaba el brazo por el cariño. Un chantaje
emocional con alguien tan cariñoso como mi padre no lo resiste ni
Chuck Norris.
No
sé si esto se hereda, se aprende por imitación o es una pura
cuestión de suerte. Pero voy a tener que empezar a trabajarme las
caras de tristeza y decepción. Por si cuela.
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