Cuando le asaltaban los imprevistos o le
inquietaban las incertidumbres, miraba su fotografía. La llevaba en la cartera,
protegida por una funda de plástico. Sólo con echarle un vistazo, todo parecía
calmarse y nada parecía insalvable. Él había bautizado aquella fotografía con
el nombre de "Amor".
Cuando se encontró sobre la colcha la
carta en la que ella le explicaba que se iba de la ciudad y de su vida, por la
fuerza de la costumbre, buscando el consuelo, abrió su billetera y buscó la
fotografía. No era un acto masoquista. Era una rutina tantas veces repetida que
fue incapaz de eludirla. Y le crecieron lágrimas en las mejillas. Se sentó en
la cama, la cabeza baja y la instantánea en las manos.
La miró una vez más. Y algo llamó su
atención. La imagen parecía difuminarse. Levantó un poco la fotografía y empezó
a percibir que la panorámica parecía compuesta de retratos más pequeños. Se
levantó y fue a su despacho, y sacó del cajón de su escritorio la lupa. Al
aproximarla a la foto, confirmó que estaba compuesta de otras muchas, diminutas.
Momentos congelados por una cámara. Algunos con ella. Otros con familiares,
amigos, compañeros. Incluso autorretratos en los que él mismo sonreía,
destilando felicidad.
Para su sorpresa, los pequeños recuadros
empezaron a moverse sin sentido, y terminaron por combinarse de manera que el
resultado era un paisaje de su adolescencia, la orilla de aquel lago donde pasó
unas vacaciones de verano, y su sombra y otras muchas que no alcanzaba a
identificar con precisión, pero que transmitían inequívocamente cariño.
No cambió el nombre a la fotografía. Y
cada vez que la miraba, el mosaico había cambiado para seguir siendo “Amor”.
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