sábado, 5 de febrero de 2011

Besos,besos... esos.

Ayer caminé un rato antes de coger el autobús y volver a casa. Iba en mis tribulaciones cotidianas, andando encorvado, pensando en nada y en todo, cuando casi me choco con ellos. Dos adolescentes unidos por la boca, como siameses orales, marcando el paso con los pies para avanzar simultáneamente sin dejar de acariciar labio con labio.

Les sorteé en el último momento y no pude evitar sonreir. Ellos ni siquiera repararon en mí, aunque la chica parecía adelantar algo la mirada, en un ejercicio de contorsión ocular, como si se atribuyese el timón de esa nave de amor. Él llevaba los ojos cerrados y seguro que paladeaba como un sumiller.

Me vino a la cabeza el recuerdo de los primeros amores, de los primeros besos, de las primeras novias. Esos besos interminables, que no se rompían por el movimiento, que duraban la eternidad que media entre la boca del metro y la esquina de su calle ( donde había que interrumpir el contacto ante la eventualidad de un padre o un hermano mayor ). Besos constantes, tibios, húmedos, tan limpios que pensábamos que eran pecado, tan largos que toda la vida cabía en uno.

No le dí más vueltas. Al llegar a casa le dí un beso a mi chica. Y sin despertarla. Fugaz. Pero es la entrada del que le daré mañana. Porque lo malo de la madurez es que hasta para besar tienes que meterte en plazos. Eso sí, como se deje, amortizo la deuda de un golpe. Y no os lo voy a contar.

Buen día, y besad, besad, malditos.

1 comentario:

  1. ¿Envidia? Sí, eso es lo que siento en esos casos, primero, porque no hago mal a nadie, y además porque es un pecado, y pecar, no nos engañemos, "pone".
    Disfruta de la hipoteca.

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