lunes, 10 de marzo de 2014

La canción de Matadragones

El caballero vestía su mejor armadura, el metal centelleaba mecido por el galope del corcel. La espada de acero templado descansaba en la funda, siempre a la siniestra para deshacer ofensas y perjurios. En el brazo derecho portaba un gran escudo circular con el blasón de la casa: un basilisco multicolor sostenido por un lecho de cráneos. El solo caía a plomo y la armadura se estaba convirtiendo en un horno. A la sombra de un sauce desmontó. Se deshizo de la armadura, dio forraje al caballo y comió queso y bollos. Gracias al pellejo de vino, dulce maridaje de los alimentos, un suave sopor invadió al caballero. Respiración acompasada, sueños de gloria y fortuna. Una sacudida lo arrojó por los aires. Aterrizó a diez varas de la montura y las armas. El dragón ya daba cuenta del caballo, se lo tragó de tres bocados. Sin espada y parcialmente desnudo el caballero salió corriendo. El dragón olfateo el miedo, chilló y remontó el vuelo. Seis amplios movimientos de las alas del dragón fueron suficientes para darle alcance. La columna de fuego y humo envolvió al caballero. Con la carne y huesos chamuscados el dragón estaba satisfecho. La silueta alada se perdió entre las nubes. Un bardo contempló la escena del banquete apenas oculto por una roca. Afinó su lira y comenzó a cantar:
Bello caballero de bruñida armadura,
Matadragones, reparador de sueños.
 Cumple mi sueño y por piedad,
no seas pasto de dragones…


Sergio Fabián Salinas Sixtos

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