Se levantó de la cama con ganas de
mandarlo todo a tomar por culo. Se levantó de la cama por
obligación, a disgusto, con el cuerpo dolorido y la cabeza espesa.
Se levantó de la cama como si atravesara la puerta del corredor de
la muerte, camino a esa cámara de gas colectiva que es un vagón de
metro. Se levantó de la cama porque tenía que levantarse, pero no
había nada en aquel amanecer que le tentase a no seguir durmiendo.
Al salir de la ducha, sin pensar, se
puso su mejor perfume. Sin pensar se miró al espejito y se pasó la
mano por el pelo. Sin pensar se vistió, y sin darse cuenta estaba en
el portal. Un sol cobardica apenas le rozó la cara con un rayo
despistado.
Sin saber como, estaba sentado en el
metro, literalmente empotrado contra la barra de sujeción por el
cuerpo enorme de un hombre muy obeso, que le golpeaba con el codo
mientras jugaba a un juego de caramelos en su teléfono móvil.
Hizo el trasbordo, busco otro asiento
sin suerte, y, sin darse cuenta, ya estaba en su mesa de trabajo, con
su ordenador de trabajo, con sus documentos de trabajo, rodeado por
sus compañeros de trabajo. Desayunó en la sala de la máquina de
café de su trabajo. Almorzó el menú del día en el bar de la
esquina y no supo distinguir si comía o trabajaba, entre
conversaciones sobre trabajo.
A las cinco, caminó hasta la boca del
metro sin tener conciencia de ello. Subió a un tren con cantante
étnico incorporado y esporádicos vendedores de mecheros. No tuvo
conciencia de que, al final de la escalera, el sol pusilánime le
enviaba otro rayo tembloroso.
Y fue entonces cuando una ráfaga de
viento removió su bufanda y le llegó el eco lejano del aroma de su
mejor perfume. Y entonces fue cuando le estalló una sonrisa en la
cara, a los acordes de la orquestina de jazz ambulante que se
instalaba cada día en la Red de San Luis. Y ahí se le fueron los
pies, y bailó con los peatones, y regaló abrazos, y levantó en
volandas niños que no eran suyos, y saludó a personas que se habían
levantado de la cama con ganas de mandarlo todo a tomar por culo.
Cuando llegó a casa, cenó ligero y
se metió en la cama. Y soñó que no tenía que levantarse al día
siguiente, y que toda su vida tenía banda sonora, y que los besos
brotaban de las aceras como amapolas y que los vagones de metro eran
calabazas convertidas en carrozas, y los papeles del trabajo bailaban
a su alrededor porque él era el aprendiz de brujo.
Fue soñando, pero le dio
con un
martillo al despertador.
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