Me tiré dentro el poco whisky que se
escondía aún entre los restos mortales de aquel par de hielos. Era
otra noche, otro bar, otra camarera, otra música, la misma soledad.
Levanté las cejas y ella lo entendió. Le dejé los ojos en el
escote un momento, sin resultado aparente.
- Si vas a estar pidiendo todo el rato, te dejo aquí la botella.
Le dije que sí. Tampoco es que me
desagradara mirarla el maletero cuando se alejaba hacia el otro lado
de la barra, pero no era cosa de andar jodiéndole la noche. Me lo
agradeció con una sonrisa tan cicatera que casi me arrepentí.
No reparé en el tipo hasta que se le
cayó la cerveza. Tenía un aspecto enfermizo y una delgadez que
impresionaba. Como si hubiesen echado un puñado de pellejo sobre un
esqueleto y lo hubiesen recubierto con polvos de talco. Parecía a
punto de embestir con los pómulos, y los ojos eran el fondo oscuro
de un par de pozos. No mediría menos de un metro ochenta. Si para
enterrador solicitasen adjuntar foto al currículum, este tío se
llevaba el puesto de calle. Llevaba unos pantalones de tergal, como
de traje de boda de los ochenta, y una gabardina gris. Le temblaban
las manos.
Me distrajo el bamboleo de la rubia
que bailaba en la pista con un grupo de amigas y amigos. Una
barbaridad de mujer. Difícil imaginar como habían podido dibujarse
tantas curvas y con tanta armonía. Me serví uno doble a su salud.
De repente, mucho más rápido de lo
que pudiera uno pensar viendo su aspecto, el muerto viviente se
levantó del taburete. Será que tengo más noches que el camión de
la basura, pero me puse en guardia. Bajó los huesudos brazos a lo
largo del cuerpo, y sacó un cuchillo del bolsillo de su raída
gabardina con la mano derecha.
No me dio tiempo a llegar. Para cuando
le estrellé la botella de JB en la cabeza, ya había apuñalado a la
rubia. Tardé en atenderla lo imprescindible para gritar que alguien
llamase a la policía. Tenía un pinchazo muy feo en el costado
izquierdo, demasiado profundo para no haber afectado algún órgano.
Salía mucha sangre. Taponar la herida me costó un servilletero
entero, y no estaba seguro de haber conseguido cortar la hemorragia.
Se le iba la vida a chorros. Abría y cerraba la boca, como si
quisiera decir algo. Acerqué mi oído a su boca.
- ¿Porqué?...
No le dió tiempo a más. Se quedó
con los ojos muy abiertos y un rictus de miedo en la cara.
El fantasma que acababa de asesinarla
parecía empezar a recuperar la conciencia. Reconozco que lo primero
que se me vino a la cabeza fue remacharle la cabeza otra vez con lo
primero que tuviese a mano. Pero me contuve y le quite el cinturón
para atarle las manos a la espalda y me senté encima para
inmovilizarle. Cuando llegó la policía ya empezaba a debatirse con
cierta energía. Le esposaron y le incorporaron. Me miro con esos
ojos vacíos.
No pude evitar preguntarle.
- ¿Porqué?
Sacudió la cabeza y sonrió. Sólo
supo decir:
- Era tan guapa.
Me tomaron los datos y me comprometí
a pasara a
declarar por la Comisaría en un rato. Me senté en el
taburete. Tenía las manos llenas de sangre y el bajón de adrenalina
hacía que temblasen como hojas secas al viento. Traté de agarrar el
vaso y llevármelo a la boca. La camarera se acercó y me ayudó.- ¿Qué te ha dicho?
- No lo sé. ¿Qué no soportaba la felicidad ajena?. ¿Qué no podía resistir que su mismo mundo habitara la belleza?. ¿Qué estaba loco de pasión, de odio, de miedo?. No lo sé.
Me sirvió otro. Me limpió las manos
con unas toallas húmedas. Me trató con cariño. Me dejó quedarme
en el bar hasta cerrar. Llegué a Comisaría cuando amanecía. Pero
esa es otra historia.
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