Casi me le llevo por delante. Iba
mirando el panel luminoso y he estado a punto de arrollarle. Le he
pedido perdón. Me ha mirado con unos ojos muy azules.
He salido corriendo y, como no podía
ser de otro modo, he perdido el convoy. En el letrero rezaba: “El
próximo tren llegará en 8 minutos”. Me he sentado en un banco del
andén. El hombre víctima de mi atropello ha llegado un par de
minutos después y se ha sentado a mi lado. Me he dado cuenta de que
me miraba.
- Perdone, caballero...
A mi me han llaman habitualmente
“hombre”, “tío”, “socio”, “colega”,
“tronco”....”Caballero” muy pocas veces o ninguna. Supongo
que es perfectamente perceptible que las veces que he montado a
caballo a lo largo de mi vida se pueden contar con los dedos de una
mano y que tampoco pertenezco a una familia de hijosdalgos, ni
siquiera de infantería.
- Dígame.
Unos setenta o setenta y tantos.
Pantalones chinos, unas botas de calidad pero con muchos kilómetros
encima, camisa oscura, chaqueta de tweet y un panamá en la cabeza.
Recuerda a Indiana Jones.
- La frecuencia casi exacta de este tren en este horario es de ocho minutos.
- Ya. Hago a diario el trayecto.
- Ocho minutos...
Me va a dar conversación. De mi padre
he heredado la mirada triste y una anacrónica y exquisita educación,
que me impide despachar con cajas destempladas a una persona, más
aún siendo mayor que yo, por poco que me interese su charla.
- Si.
- ¿Compensa su prisa?
- Hombre...
- Ocho minutos no es nada. Si usted le dedica ocho minutos a su higiene diaria, al ejercicio físico, o come en ocho minutos, yo diría que va por mal camino...
Tiene un habla pausada. No me está
regañando.
- Si invierte ocho minutos en hacer el amor, o lee ocho minutos al día, o una conversación con un amigo dura tan solo ocho minutos...
- Ya le he pedido disculpas...
- No es eso. Divida los años que ha vivido en períodos de ocho minutos y plantéese si perder uno sólo de esos períodos, y no hablo, es evidente, de los ocho minutos inmediatos al nacimiento de sus hijos o a la pérdida de un ser querido, hablo de cualquier otro período cotidiano...¿Cuál sería su pérdida?. Ninguna.
- Ninguna, creo...
El tren va a efectuar su entrada en la
estación, repite el cartel. Me levanto.
- Pues tiene usted razón.
Ya está en la vía y se abren las
puertas. Se queda sentado en el banco. No lo puedo evitar, mientras
subo al vagón.
- ¿A qué dedicaría usted ocho minutos, señor?
Se ríe.
- A hacer reflexionar a algún inconsciente.
Se cierran las puertas y el tren sale
de la estación. Mirando hacia la oscuridad del túnel, le doy la
razón. Aunque, apenas ocho minutos después, ya se me ha olvidado
que no tengo tanta prisa.
La verdad que sí,pero la ciudad nos hace correr es inevitable.Muy bonito relato.
ResponderEliminarComo siempre estás que te sales mi querido Dio.
ResponderEliminarMe has recordado al gran Sampedro en 'la sonrisa Etrusca' en el fragmento en que dice que los semáforos son un mal invento pues al ir paseando por la calle, cuando ves que uno va a cambiar de color, aceleras el paso para cruzar a pesar de no tener prisa para llegar a ningún lugar.
Sigue así.
Estanlei.