martes, 2 de julio de 2013

Una coca-cola para la niña

Una mujer de dieciséis años, con pelo negrísimo de tan limpio que estaba, y unos pantalones piratas negrísimos, tal era el contraste con su camiseta de lycra blanca -se le marcaban los pechos, sí; ya no incipientes, no-, delgadita, morenita, ha detenido el paseo de su perro para hacer una llamada telefónica en una cabina pública. A unos metros, un hombre de cuarenta y dos años bebe gin-tonic en la silla de una terraza de verano.
El hombre la ha mirado.
Poco después, la niña de dieciséis años ha colgado el teléfono y se ha llevado para siempre a su perrito y a su pelo liso y a su piel morena (el de la chica, se entiende) hacia otro lugar, hacia otros ojos. Al hombre le ha dado tiempo a comprobar que la camiseta de tiras que lleva la mujer de dieciséis años es de esas que dejan ver el ombligo. Y un poco de la cintura. Y otro poco de las caderas.
El joven de cuarenta y dos años ha pedido otro gin tonic y un té con hielo para su esposa de treinta y nueve que acaba de llegar -no sé qué del tráfico- con su hija de dieciséis, de pelo largo, liso y negro, o liso, negro y largo, por no decir negro, largo y liso. Y pantalones piratas. Y camiseta que enseña el ombligo. Le ha pedido una Coca-Cola y su cerebro ha establecido una serie de molestas conexiones.


Vlad Miedos

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