jueves, 15 de agosto de 2013

El trapo azul

-¿Es que los vieron pasar? Sí señora, andan de cachucha, son como 18 y portan fusiles pesados. El aviso se regó en la pequeña comunidad y fue alarmando de casa en casa, cosa  que a mediodía ya dejó de ser noticia convirtiéndose en tragedia. A esa hora habían copado la única entrada al pueblo y ya se paseaban por las calles  lista en mano preguntando por algunos nombres. Mientras rondaban de un lado a otro, las mujeres empezaron a recoger a sus chiquillos esperando lo peor. Algunas se quedaban en el portal de su choza viéndolos pasar tratando de identificar alguna cara conocida. Sería por eso que se encajaban la gorra beisbolera cubriendo toda la frente. Cuando preguntaban por un nombre, miraban de lado o hacia el piso. Ninguno sostenía la mirada como para evitar más tarde el retrato hablado. Las más veteranas, ya curtidas en este tipo de amedrentamiento, les soltaban cualquier nombre, cualquier apellido. Ahí indefensas, sabían que si le daban largas al asunto, podría ocurrir un milagro, la llegada de la policía o el mismo ejército que hubieran sido alertados. De todas formas, sabían que los milagros no existen y la suerte estaba echada. El desenlace de todas formas acabaría mal.
¡Oiga mi comandante, en el billar tenemos a 3! Era una palapa habilitada con una mesa de billar, lugar de reunión donde los hombres se reunían para matar el tiempo bebiendo aguardiente. Quiénes serían esos tres?, se preguntaron con sus miradas. Algunas estaban más que seguras que no era su marido, si ella tempranito le había preparado su arepa y agua de panela, lo había visto agarrar su machete y tomar camino al monte donde a mediodía todos se concentraban en el fondo de una barranca para almorzar y echar una leve siesta. No, no eran sus maridos los que habían cogido en el billar.
 El viejo Elías, dueño del billar, sería uno de los tres pero era inofensivo. A sus casi 70 años y en situación de extremo peligro, se echaba diez años más encorvando la espalda y haciéndose el tartamudo con una leve parálisis de rodilla. No, a él no lo tocarían. Quedaba la duda de los otros dos. Por más que intentaban saber quiénes eran los otros, crecía la angustia al no poder acercarse al billar que se encontraba al fondo de todo el chocerío, como a cuatro cuadras de las viviendas. Una de las mujeres entra a la choza y sale con un trapo azul. Todas se fijaron y respiraron aliviadas: no era ninguno de sus maridos. En la mañana habían pasado dos señores que vendían retazos de tela y una de ellas había comprado un metro de color  azul así que era de suponer que eran los vendedores.
 Toda la patrulla de bandidos, al percatarse que sólo habían mujeres y niños indefensos, se fueron concentrando alrededor del billar para interrogar a los dos más jóvenes, vendedores itinerantes de pueblo en pueblo que tuvieron la mala suerte de caer en una redada de bandidos armados. Lo último que vieron las mujeres  allá al fondo del pueblo, fue alejarse al contingente con dos tipos cargados de trapos al hombro. Ni modo, la suerte del pobre.

Tallo de las Pitras

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