Las navidades me desencuadernan. Se me
va el pegamento de las ilusiones. Y los lomos y las hojas se
independizan y emprenden viajes separados. Será tu voz, será el
licor...
Las personas y los libros enseñamos
primero la portada, la contraportada y esa sinopsis de lo mejor que
tenemos en apenas seis o siete líneas. Abigarramos esa fachada
exterior con imágenes sugerentes y colores vivos. En las solapas
siempre hay un retrato en blanco y negro, como aquel semanario
gráfico que termino siendo en color.
Las hojas del prólogo salen volando
casi las primeras. Se llevan con ellas las dedicatorias y los
agradecimientos. Lo que el libro pretendía al ser escrito o la
persona al ser vivida. Son páginas que leímos y vivimos rápido,
ansiosos por entrar en la aventura.
Luego se desparrama por el suelo el
planteamiento. La presentación de los personajes, la puesta en
situación de las circunstancias que los unen o los separan, nuestros
precedentes, antecedentes, nuestros pasados pasados y nuestros
pasados presentes. Los anhelos y las esperanzas, los errores que nos
lastran y los aciertos que nos arrastran, los protagonistas que
siempre serán secundarios y los figurantes que nos marcarán para
siempre. Todo esparcido por el piso.
Se escapa después el nudo. El nudo
para los que son de alta cuna, suele ser doble windsor. Los que aman
el horizonte optan por el nudo marinero. Los barrocos hacen del nudo
una lazada. Los complejos siempre se deciden por el gordiano. Y la
gente como yo, por el corredizo. En la parte del cuello, demasiadas
veces. Se deshace el nudo y te pisas los cordones, para colmo. Pero
no hay nudo que ate los folios-días, y se alejan empujados por el
viento, revueltos como el pelo de una niña traviesa.
Y el desenlace se acaba desenlazando,
que el desenlazador que lo desenlace, buen desenlazador será, y caen
en cascada las consecuencias, con secuencias a cámara lenta y con
secuencias a lo Benny Hill, que a como culminan las vidas y los
libros en ocasiones solo le falta esa músiquilla ratonera y alguien
que te dé palmaditas en la coronilla. Lo atado y bien atado termina
matado y bien matado, que como un insecticida, en los desenlaces nos
matan bien muertos.
Todo termina girando en un tormado,
desencajado. Hay una hoguera para cada libro blasfemo y una blasfemia
para cada vida en la hoguera. Lo escrito y lo vivido, lo proscrito y
lo bebido, lo prescrito y lo sabido, todo hecho un amasijo con las
hojas secas y los celofanes de las cajetillas que se dejan caer en la
acera, polvoriento o húmedo según la climatología. Inservible, en
cualquier caso.
He vuelto a beber como terapia y,
mientras me sirvo dos dedos de mi irlandés favorito, la vista se me
posa y se reposa en el lomo de un libro que nunca alcanzo a leer.
Escrito en letras doradas, grafismo germánico, reza: “Carpe diem”.
No distingo sin mis gafas de presbicia al autor, pero recuerdo
aquello de soñar como si fueras a vivir siempre y vivir como si
fueses a morir mañana.
Sueño poco y no me seduce vivir
siempre. Pero vivo siempre pensando que esta noche moriría por vos.
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