Por antonomasia, un amigo nunca puede
ser invisible, con la única excepción del conejo Harvey en la
inolvidable película de James Stewart. En cualquier otro caso, es un
síntoma de desequilibrio mental, y conste que en un ranking de
chalaos yo quedo en el top ten.
Pero del amigo del que hablo es ese que
te hace un regalo en determinada fecha, oculto en el anonimato. En un
país como este, permitirle a alguien ampararse en la clandestinidad
suele ser una invitación al delito. Y esta no es una excepción. Yo
paso de amigos invisibles. Mis amigos son visibles, palpables y
tradicionalmente bebedores. Gente que nunca perpetraría un regalo
encubriéndose en la masa. Ni un crimen.
Lo que pasa es que, como ya somos todos
norteamericanos, que lo único que nos falta es el pavo el día de
acción de gracias, de nada, y con la excusa de “en vez de varios
regalos menos valiosos, uno más sustancioso”, se impone esta nueva
forma de barbarie y uno acaba envuelto en asuntos tan turbios como
este sin comerlo ni beberlo. Como si el valor de un regalo pudiera
cuantificarse económicamente....
De entrada, los regalos con fecha son
menos regalos. Porque los esperas. Los que molan son los inesperados,
esos que nunca te imaginarías que iban a hacer un cuatro de marzo, a
las siete y media de la tarde y en una tasca infame de un suburbio
más infame aún, al que no sabes como has llegado y del que no sabes
como saldrás.
Luego está la naturaleza del regalo.
Hay tres tipos de regalos. El primero, el convencional. Cubrir el
expediente con esa colonia que anuncian en la tele a todas horas y
que ni te has tomado la molestia de olfatear. El segundo, ese regalo
que alguien te hace porque “eso” le gusta a él. Ese puzzle de
30.000 piezas que le regalan a alguien que padece ansiedad, por ejemplo. El regalo
de verdad es el tercero, que consiste en ofrendar algo que le gusta al
sujeto pasivo, por el procedimiento de devanarse los sesos y observar
al agasajado, y prestar atención a qué cosas son las que le
apasionan y le emocionan. Este tercero, como el lince ibérico y los
autobuses de la línea 41 de la EMT, está en franco peligro de
extinción. Lo que no deja de ser una pena.
En legítima defensa, y a despecho de
esa educación en la que mis padres invirtieron tanto, sobre todo
tiempo, que el dinero no hace la urbanidad, ya advierto que he
desarrollado una habilidad extraordinaria para poner una cara de asco
que intimida cuando el regalo no me gusta. Luego, las reclamaciones
al maestro armero.
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