Jugando
con el sentido del humor y con el miedo, y con la sensación de aislamiento, y
con la indignación por la estupidez humana y el orgullo por la grandeza humana,
desde un cuarto que había planeado ordenar un millón de veces “cuando tenga
unos días para estar tranquilo en casa” y que no me veo con ánimos de atacar.
Rozando
con la familia, esa que echo de menos a diario porque lo cotidiano me la
secuestra. Bebiendo una cerveza que no termina de saberme bien, será porque no
tengo a mis amigos alrededor y el silencio y la birra no hacen buenas migas.
Repasando
el catálogo de películas de esas plataformas que prometen la felicidad,
desechando unas por antiguas y sin apetencia de otras por lo novedoso. Aunque
sirve de termómetro de lo aburrido que puede resultar el pasado, por repetido,
y del vértigo que produce lo desconocido, por incógnito.
Me pongo
a pensar en los condenados a prisión. Cuando el aislamiento sea completo y no
por quince días. Me acuerdo de Henri Charrièrre, el autor de “Papillon”, y de
Steve McQueen en aquella celda de castigo de Cayena, o en aquella otra del
stalag de “La gran evasión”, o de Clint Eastwood escapando de Alcatraz. Y lo
malo es que esta pandemia no es un alcaide a la altura de Brubaker, ni tan
guapa como Robert Redford.
Agarrado a las redes
sociales como un náufrago a una tabla.
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