jueves, 2 de mayo de 2013

De las vergüenzas de la boca


En el plexo, las nocturnas papadas tiemblan. Y así, sebáceas y pornográficas, sudan en nalgas ajenas como ladronzuelos (sí, en la SUDA! AMÉRICA, ¿qué se pensaba?). Y no sólo eso. Le hurtan  la noche a los gástricos humores (acuosos o sebáceos, juzgue usted) o bien, se arriman a alfileres que se hunden no sólo en el ojo que todo lo crea, sino en las ampulosidades varias, en las vergüenzas, como insisten en llamarle. Es así, querido, como el herpes se avecina, y la gramática, no faltaba más, trenza su estafa alrededor.
Primero.
Hay un fúnebre cortejo.
Segundo.
Se abre la amapola como un tesoro se ofrece a quien grita y se desnuda en la intemperie, una tormenta sin tormenta  terca como el ave sin cabeza que va a morirse en los sintagmas del cielo, vibratorio en la lepra, no voy respirando (¿usted tampoco, no?) sino en el aliento de los cóndores.
Putrefactos, claro. Lleno de otros a esta hora en que ningún minuto calza, una babel de flujos y reflujos que en la métrica febril carcajea  y se dice ya está, habrá que corregir el curso de las olas, el improvisado gorjeo que declara que hay una música cuando yo mismo que no soy música voy decapitando todo ripio, halitosis de la mano, un resplandor en el más allá que no surge de ninguna parte y que me acaricia en constelaciones que no existen pero se expanden, sepa dios cómo pero se expanden, como si una mano me untara de  excrecencias los oídos (y vea como abunda el menjunje tornasolado,  −correcto el tono y ganado en buena lid−) y yo, en actitud felina me fuera por un desagüe para ir a formar parte de una multitud de resplandecientes cadáveres en un galope lento y entrecortado en los suburbios de la piel, imagine un fruto podrido que no decide si luchar o desplomarse e irrigar de lamentaciones la tierra de vuestro nadie o un jardín de arrugas generosas y genitales que en pulcra ceremonia abdican en todos los meridianos de la voz hasta que ¡por fin! y
Último.
La caligrafía es perfecta.

Ignacio Elizalde Johnson

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