En el plexo, las nocturnas papadas tiemblan. Y así, sebáceas y pornográficas,
sudan en nalgas ajenas como ladronzuelos (sí, en la SUDA! AMÉRICA, ¿qué se
pensaba?). Y no sólo eso. Le hurtan la
noche a los gástricos humores (acuosos o sebáceos, juzgue usted) o bien, se
arriman a alfileres que se hunden no sólo en el ojo que todo lo crea, sino en
las ampulosidades varias, en las vergüenzas, como insisten en llamarle. Es así,
querido, como el herpes se avecina, y la gramática, no faltaba más, trenza su
estafa alrededor.
Primero.
Hay un fúnebre cortejo.
Segundo.
Se abre la amapola como un tesoro se ofrece a quien grita y se desnuda
en la intemperie, una tormenta sin tormenta
terca como el ave sin cabeza que va a morirse en los sintagmas del cielo,
vibratorio en la lepra, no voy respirando (¿usted tampoco, no?) sino en el
aliento de los cóndores.
Putrefactos, claro. Lleno de otros a esta hora en que ningún minuto
calza, una babel de flujos y reflujos que en la métrica febril carcajea y se dice ya está, habrá que corregir el curso
de las olas, el improvisado gorjeo que declara que hay una música cuando yo
mismo que no soy música voy decapitando todo ripio, halitosis de la mano, un
resplandor en el más allá que no surge de ninguna parte y que me acaricia en
constelaciones que no existen pero se expanden, sepa dios cómo pero se expanden,
como si una mano me untara de excrecencias
los oídos (y vea como abunda el menjunje tornasolado, −correcto el tono y ganado en buena lid−) y
yo, en actitud felina me fuera por un desagüe para ir a formar parte de una
multitud de resplandecientes cadáveres en un galope lento y entrecortado en los
suburbios de la piel, imagine un fruto podrido que no decide si luchar o
desplomarse e irrigar de lamentaciones la tierra de vuestro nadie o un jardín
de arrugas generosas y genitales que en pulcra ceremonia abdican en todos los
meridianos de la voz hasta que ¡por fin! y
Último.
La caligrafía es perfecta.
Ignacio
Elizalde Johnson
¡Uf, que denso!
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